Juan estaba echado en la cama fumando un cigarrillo. Tenía la cabeza apoyada en la almohada que estaba posada sobre el respaldo y había cruzado las piernas cruzadas formando un número cuatro cerrado. Con el humo que exhalaba por su boca formaba perfectos círculos níveos en los cuales introducía su dedo índice haciendo el inequívoco gesto universal de coger, deshaciéndolos. La oscuridad de la habitación sumada a la escasa luz que venía de la calle le daba un aspecto tétrico casi fantasmal a ese monoambiente de soltero. Después de la mala noche que había tenido, su humor era de perros. Pensó en Berta, en la noche que hicieron el amor. Pensó en lo que le dijeron la madre y la abuela de ella. Berta enamorada de él. No podía creerlo ni entenderlo. No recordaba ninguna señal. Recordaba, si, las veces que ella había rechazado sus recurrentes invitaciones a salir. Recapacitó y pensó que tal vez si hubo señales que él no pudo percibir y sonriendo pensó que al fin y al cabo tal vez las mujeres tengan razón cuando dicen que los tipos somos unos boludos que nunca nos damos cuenta de nada y sobre todo de esas cosas tan obvias para ellas. No comprendía, o no quería comprender, como ella nunca le había dicho nada y el porqué de sus repetidas negaciones cuando él la invitaba. Y pensaba en la casualidad o causalidad, de que hay aceptado justo el día anterior a su muerte, o sea, la última noche de su vida. Tenía la duda si realmente él también la amaba, y cuando pensaba en ello se le veía a la cabeza, maquinalmente, la cara de Josefina. El cuerpo de Josefina. Los besos de Josefina. Y también le volvía a la memoria ese auto que parecía una lancha esperándola con un tipo de guita adentro para seguir con ese trabajo que él pensaba que ella nunca iba a abandonar. Para él era otra noche de sábado perdido. Sentía como que todas esas noches terminaban igual, con más derrotas que triunfos, con más lágrimas que sonrisas. Tomó su celular para chequear sus mensajes. Tenía un mensaje de Paty, su hermana, que le recordaba que iban mañana irían a almorzar juntos. Paty era unos cuantos años más joven que Juan. Tenía veintidós años. Era la conflictiva de la familia, y Juan eso lo asociaba a la muerte del padre de ambos que había fallecido cuando Paty tenía solo seis años. Una edad jodida para perder un padre, aunque todas las edades lo son para una pérdida tan grande. En el caso de ella, era chica pero tenía edad suficiente para recordarlo. Y era un trauma que aún no se había podido sacar de la cabeza. En sus conversaciones siempre le salía algo que contar de él, alguna anécdota, alguna lección, algún recuerdo. Y siempre sus relatos sobre su padre terminaban igual: con una gran angustia, con un llanto que no podía controlar. Juan había hecho las veces de padre de Paty o al menos fue su figura paterna desde la muerte del padre. Paty era a veces incontrolable y tenía reacciones que eran de una adolescente. Juan a veces quería matarla, ella no tenía filtro y era capaz de pelearse con cualquiera que se le cruce en el camino. Era como que en el fondo quería repeler a todo el mundo, no quería mostrarse tal cual era. En el fondo era hipersensible y no quería sacar a la luz su verdadero yo. Juan la adoraba y daba todo por ella. En verdad se había olvidado de la cita con su hermana, iban a ir a almorzar por la casa de ella que vivía en Belgrano. Juan siguió chequeando su teléfono, entró al WhatsApp de Josefina y vio que estaba en línea. Empezó a pensar que lo había enganchado. Solo la había visto una sola vez. No entraba en su cabeza eso del amor a primera vista. Pero no podía evitar pensar en ella, eso era más fuerte que él. Aunque en el fondo se mentía porque si quería pensar en ella. Los celos que había sentido al verla entrar a aquel auto, lo habían desencajado, lo habían dejado sin armas. Se sentía desnudo ante eso que le había pasado, sentía la peor desnudez que puede sentir un ser humano: la desnudez del alma. Sabía, en el fondo, que era imposible combatir un sentimiento, que era absurdo alejarse de un deseo, de un deseo que casi lo afiebraba. No podía sacarse de la cabeza la cara de Josefina cuando tuvo un orgasmo. Nunca había visto a una mujer con semejante cara de placer y él sabía que su performance amatoria no tenía nada que ver con el goce de ella. Esa cara, ese placer había sido producto de otra cosa. Había sido piel, había sido una compatibilidad absoluta que se inició apenas se vieron, apenas se saludaron, apenas se dieron un beso. En el amor estaba acostumbrado a la derrota. Si ella lo rechazaba no sería ni la primera ni la última vez. Pero sentía que con ella era diferente, su rechazo le provocaría una herida que no estaba dispuesto a sentir. No tenía ganas de quemarse una vez más. Igualmente sabía que no debía mezclar su historia, con su pensamiento y con sus sentimientos. Tenía miedo, mucho miedo. Se levantó de la cama y se fue al baño, más por hacer otra cosa y dejar el celular sobre la cama alejando la tentación que por ganas de hacer algo. Cuando salió del baño fue a la cocina y sacó una lata de cerveza de la heladera. Comenzó a beberla mirando por la pequeña ventana de la cocina que daba a la plaza. Sin saberlo, estaba haciendo lo mismo que había hecho Josefina veinticuatro horas atrás. Terminó la cerveza y se acostó en la cama. Suspiró. Estiró su brazo derecho y apagó la luz. Tomó su celular y se olvidó de todos sus temores y todos sus prejuicios, y entonces le escribió: