Cuando vi su foto en el periódico no me lo podía creer.
Había entrado tantas veces a mi establecimiento. Habíamos hablado en tantas ocasiones. Le había servido tantos cafés... Y esas manos que habían tocado mis tazas eran unas manos asesinas. Mi primer impulso fue lavar toda la vajilla con lejía. El segundo, leer hasta el último detalle de la noticia. Y el tercero llamar a la policía, para ayudar a esclarecer el crimen.
Creía conocer al asesino. Lo había observado muchas veces, durante mucho tiempo. No es que espiara a mis clientes. Pero cualquiera que haya trabajado en hostelería entenderá lo que quiero decir. Uno llega a ser consciente de sus actitudes y comportamientos, sobre todo de aquéllos más habituales. Siempre están ahí, de fondo en tu campo visual. Cuando pasas un paño por encima de la cafetera. Cuando repones la vitrina. Son el escenario de tu trabajo. Además en este caso había hablado con Philippe en numerosas ocasiones.
Por eso digo que creía conocerlo. Sabía cómo quería el café, a qué hora venía y cuánto tiempo se quedaba, incluso conocía algo de su vida por ligeras conversaciones que mantuvimos. Había trabajado de estibador en el puerto de Marsella, un puesto bien pagado. Pero un accidente le lesionó una muñeca y lo invalidó durante mucho tiempo. Aprovechó la baja para trasladarse a Valencia y dedicarse a escribir; una nueva modalidad, me decía. Algo entre el género epistolar y el teatro. Me lo explicó alguna vez, no lo entendí. El caso es que publicó algunas obras y decidió quedarse en Valencia tras su recuperación.
Esa muñeca lastimada... ahora lastimaba.
Seguía sin poder creérmelo. Había asesinado a una mujer de unos treinta años, a la que no conocía, tras perseguirla hasta el portal de su casa. Por lo que se sabe, no hubo agresión sexual. Sólo un filo en la noche, sangre y muerte. Incomprensible, se me hace incomprensible.
Una vez Philippe me preguntó por otra clienta habitual que solía sentarse sola, y en la que él se había fijado. “Se llama Clara”, le dije, “y le gusta el café intenso como a ti”. Ahora me doy cuenta de que podría haber sido ella la víctima. Y podría haber muerto por mi culpa. En todo caso, nunca debí decirle esas palabras. Quizás a Clara no le habría gustado. Pero una sensación de hermandad con mis clientes me empujó a facilitar que se conocieran. Un error, sin duda.
Philippe a veces decía al entrar que le gustaba el olor del café que le daba la bienvenida. Pero ya no lo podrá decir más, está muerto. Cosido a tiros por el policía al que intentó agredir sin éxito con un cuchillo cuando éste fue a buscarlo para detenerlo como sospechoso del asesinato. Quizás yo lo he visto tomarse su último café. Quizás he sido yo quien le ha visto sonreír por última vez. Sospecho que vivía solo, por las cosas que me contaba. Por eso sé que no sonreiría mucho.
De repente se me ocurrió que había dado por supuesto que no era Clara la víctima. ¿Por qué? Abrí internet y busqué información sobre la noticia. A veces tardaban en dar el nombre de la víctima en el apartado de sucesos, pero siempre lo acababan haciendo...
Mi corazón se detuvo. Me mareé y estuve a punto de desmayarme.
El nombre de la víctima era Clara Pérez. Era ella. La misma Clara Pérez que venía a mi establecimiento a tomarse su café con leche bien cargado, mientras trabajaba en su portátil durante horas. La misma que a veces se recostaba en el sofá y miraba la calle a través de las cristaleras bañadas por el sol de la tarde. La misma cuyas manos yo había rozado tan a menudo, unas veces sin querer y otras queriendo, cuando le devolvía el cambio. La misma que me solía sonreír, cansada, mientras exclamaba desde su mesa: “¡Cuánto trabajo! ¡No acabo nunca!”. Regentaba una pequeña cadena de sombrererías. No tenía sede central. “Mi sede está en ese sofá”, me decía. No quería incomodar a sus empleados con constantes visitas que la hicieran parecer una jefa controladora.
Y estaba muerta.
Dos vidas, la de Clara y la de Philippe, cercenadas porque se habían encontrado. Y se habían encontrado gracias a mí. O por lo menos, gracias a mi establecimiento. Una cafetería donde yo soñaba con hermanar y hacer sentir bien a la gente. Debí haber preservado la privacidad de Clara. Decirle a Philippe que no sabía nada de ella. Cualquier cosa menos intentar que se conocieran.
Cerré la tienda durante unos días y les di vacaciones a mis empleados. No me sentía con fuerzas de afrontar el día a día tras revelárseme la dureza de la verdad. Me sentía responsable hasta los tuétanos. Era una carga insoportable. En mi cafetería me veía a mí mismo como un confidente, un cómplice, casi un confesor de mis clientes… Había traicionado de manera abominable esa confianza. La base sobre la que había cimentado mi estilo de vida durante los pasados diez años se había derrumbado.
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Me dirigí a una de las antiguas sombrererías de Clara. Me dejé asesorar, no entendía gran cosa sobre sombreros. Noté un trato cálido por parte de los empleados, pero tamizado por una atmósfera de pesadumbre. Tras probarme diversos ejemplares, me decidí por un sombrero bajo, elegante, de color bermellón con una banda burdeos, y de un tacto sumamente agradable. Los colores me recordaban la manera de vestir de Clara. Lo llevé con orgullo al salir de la tienda, mientras comencé a reflexionar sobre el nuevo diseño que pretendía darle al logo de mi local.
Dos meses más tarde, una revista especializada hizo un ranking de las mejores cafeterías de la ciudad, y entre los puestos más altos se encontraba la mía. Una foto mostraba la entrada, con su flamante logo de neones carmesí con un sombrero que destacaba, enorme y refulgente, sobre el nombre del local. Yo aparecía junto a la puerta de entrada, con mi uniforme de trabajo, una impecable sonrisa y un sombrero bermellón en la cabeza.