El viaje sin retorno

8. Redescubrir lo nuestro

Era noche cerrada y los faros del coche iluminaban la carretera.

—¿Seguro que era por aquí?

—Sí, sí.

Por el rabillo del ojo podía percibir su mirada perforadora.

—Ya verás cómo sí —concluí para tranquilizarla.

Por primera vez nos atrevíamos a hacer algo así: visitar un pueblo fantasma de noche. ¿Para qué? Para pasarlo mal, así de simple. La iniciativa encajaba bien con el decadente curso de nuestra relación. ¿Por qué no añadir una pesadilla más a la colección? Cualquier idea loca iba a ser aceptada a estas alturas.

Cuando llegamos al pueblo fantasma (cuatro paredes ruinosas en mitad de la nada), dimos un paseo precedidos de la luz de nuestras linternas.

—Sé que me has puesto los cuernos —me espetó al doblar una esquina.

—No es cierto. Pero si lo fuera, ¿cómo te habrías enterado? —A mitad de la frase percibí mi estupidez, pero la pronuncié entera—. En esta casa de aquí dicen que se escuchan psicofonías.

—¿Lo ves? Me das la razón —contestó mientras sacaba el móvil y comenzaba a grabar—. ¿Dónde, exactamente?

—¿Dónde te he puesto los cuernos o dónde se escuchan psicofonías?

—Lo segundo, lo primero ya lo sé.

—Ah, pues en ese rincón de las dos paredes. Hace frío, resguardémonos ahí. Y si vamos a hablar de lo nuestro, igual se oyen más psicofonías todavía. Las almas en pena y las que no están en pena te dirán que te soy fiel.

Ella no prestó atención, extraía de su mochila su cena mientras buscaba con la mirada algún trozo de pared caído para sentarse. Le dije:

—Oye, cariño, ¿si tenemos hijos se te quitarán de la cabeza todas esas ideas infundadas?

—¿Eres tonto?

—La gente tiene hijos para arreglar sus problemas de pareja. ¿No lo sabías?

—Contigo no quiero ni apadrinar un niño.

—Vale, pues lo descartamos. Calla, escucha. Oigo cosas raras.

Silencio. El viento silba.

—Oía cosas raras. Ahora parece que seamos los únicos habitantes del mundo. —Mis comentarios eran cada vez más estúpidos.

—¿Cómo me enamoré de ti? No lo recuerdo.

—Te emborraché.

—Claro. —Pareció que trataba de recordar, debido a su largo silencio—. Mi mente ha debido de borrar los peores episodios de mi vida. Voy a parar de grabar que lleva rato. Alguna psicofonía habremos captado —añadió.

—A ver, ponla.

Cuál fue nuestra sorpresa al comprobar que, aparte de nuestra conversación lamentable y de la brisa maligna, se podía escuchar un susurro que decía con claridad, justo después del “te emborraché” mío y antes del “claro” suyo: “¡Te violóóóóóó!”. Que salimos corriendo del pueblo fantasma dejando la cena a mitad fue un hecho, así como que casi tuvimos un accidente por poner el coche a ciento sesenta. El susto me duró varios meses, he de reconocerlo, hasta que poco a poco fui agradeciendo ese “deus ex machina” siniestro que zanjó de manera tan notable lo que no tenía porvenir. La ruptura fue inmediata: aquella misma noche, entre acelerones y frenazos del coche. Pero oye, pocos en esta vida podrán decir: “Mi novia me dejó porque un espíritu le chivó que la violé”.



#1394 en Otros
#312 en Relatos cortos
#859 en Novela contemporánea

En el texto hay: crimen, romance, drama

Editado: 14.10.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.