El viaje sin retorno

12. El más extraño encuentro

Siempre he odiado el verano. Dicen que es para descansar. Discrepo. En verano hago más horas que un esclavo. Soy encargado en un restaurante ubicado en una zona turística.

Es habitual que acabe mi turno bañado en sudor y que mi único deseo mientras conduzco sea lanzarme a la ducha al llegar a casa. Hogar, dulce hogar. Siempre ha sido mi consuelo de los males del mundo, mi refugio. Hasta aquel día en que me sucedió lo más increíble. Aún a veces sospecho que el calor me hizo alucinar.

Ese día, al entrar en casa y pasar por delante de la cocina noté algo raro. Había sobre la encimera un bocadillo. Me acerqué para examinarlo. Era un bocadillo que me había sobrado unos días antes, y que había guardado en la nevera. Tenía un mordisco que no era mío. ¿Quién lo había sacado de la nevera y lo había mordido, si vivo solo y nadie más tiene mi llave, ni siquiera mis padres? Me percaté de que también había una de mis latas de cerveza abierta sobre la encimera. La cogí; pesaba, sólo habían tomado un sorbo.

Me puse en guardia. Era probable que hubiera alguien en la casa. ¿Me habían entrado a robar? ¿Qué clase de ladrón se entretiene comiendo? Sólo uno que estuviera a punto de desmayarse. Quizás le dio un vaído al entrar en la casa y no tuvo más remedio que hacerlo. ¿Pero la cerveza era necesaria?

Agarré un cuchillo jamonero y salí sigilosamente de la cocina con el fin de inspeccionar hasta el último rincón de mi casa. Sólo entonces caí en la cuenta de que al entrar no me había parecido que la cerradura estuviera forzada. Quizás habían entrado por la puerta trasera.

Al pasar junto al baño me vino sensación de humedad. Eso significa que alguien se acababa de dar una ducha, conocía la sensación. Entré y corroboré mi impresión. Había ropa tirada por el suelo. De mujer: ropa interior, un top, un vaquero corto y unos zapatos abiertos. ¿Pero qué demonios? Si todavía estaba en casa la ladrona (o lo que fuera), estaba desnuda. O se había puesto ropa mía. Me dirigí a mi habitación.

No pude creer lo que vieron mis ojos. Allí, boca abajo sobre mi cama, había una mujer desnuda; y profundamente dormida a juzgar por su respiración pausada. No tenía el placer de conocerla. Me restregué los ojos con los nudillos, dando crédito a la posibilidad de la alucinación. Pero no, allí estaba la mujer. Era joven y (al menos de espaldas) atractiva. De unos treinta años y rubia. ¿Qué debía hacer? ¿Despertarla o llamar a la policía? Opté por lo primero. No me sentía amenazado por una mujer desnuda… a menos que no estuviera sola. Ante aquella idea, me apresuré a examinar el resto de la casa para asegurarme de que no había nadie más. En efecto, estábamos los dos solos. Volví a la habitación. Me fijé en su postura, curiosamente abierta y relajada, como si se sintiera en casa. Demasiado abierta... Algunos instintos fuera de lugar reclamaron mi conciencia. Una especie de sentido del karma trabajaba por justificarlos. No, no iba a aprovecharme de la situación. No sabía qué era de su vida ni qué problemas podía arrastrar. Incluso mentales. Tampoco me constaba que hubiera causado daños, a excepción de morder un bocadillo y abrir una lata de cerveza.

La zarandeé con suavidad en el hombro. Me di cuenta de que tenía la frescura de quien acaba de ducharse.

—Hola —le dije.

Profirió un ruido sordo, típico de la persona que desea seguir durmiendo sin que le molesten. La volví a menear.

—¡Oye, despierta!

Ella reaccionó y me miró con ojos entrecerrados mientras se levantaba y salía de la cama. Con agilidad caminó hacia el pasillo y la seguí. Se dirigió al cuarto de baño, donde se vistió con tranquilidad, como si no hubiera en la situación nada fuera de lo normal. No daba crédito.

—¿Qué haces en mi casa?

Continuó ignorándome. Se dirigió hacia la entrada principal y en el mueble del recibidor cogió un paquete de tabaco mío y se lo metió en el bolsillo. Acto seguido abrió la puerta y salió. Corrí tras ella pero iba a gran velocidad. No podía creer que se me estuviera escapando. La abordé en la calle y la retuve por el brazo.

—Tú, ¿adónde te crees que vas?

Entonces se puso hecha una histérica. Comenzó a moverse y a gritar:

—¡Suéltame! ¡No me toques! ¡Ayuda, por favor! —Esto último lo dijo volviéndose hacia los transeúntes.

Éstos me miraron mal. La ladrona estaba creando una situación a su favor. Si venía la policía se pondría de su parte, ya que los testigos creerían haber visto a un hombre maltratando a una mujer. Y yo no tenía pruebas del allanamiento de morada… ¿Cómo demonios había entrado en mi casa? Miré hacia la fachada y vi la ventana abierta. Ahí tenía la respuesta. Por otro lado, podía acusar a esa mujer de robarme un paquete de tabaco… lo cual como botín daba pena. Y si contaba a la policía todo lo que había visto no me creerían.

No me lo creía ni yo.

Con la cara más estúpida que se me ha quedado jamás, vi a la muchacha alejarse tranquilamente por la calle, mientras encendía uno de mis cigarrillos.



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En el texto hay: crimen, romance, drama

Editado: 14.10.2024

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