—Termínate el helado de una vez, por Dios.
—Déjame que me lo acabe en paz.
—Llevamos aquí media hora, sólo íbamos a estirar las piernas.
—Me estás fastidiando el gran final: el trozo de chocolate.
Javier no paraba de mirar el reloj de pared que había sobre la máquina de café. Era el viaje desaprovechado, las vacaciones perdidas. A estas alturas habría preferido quedarse en casa, con el aire acondicionado, los pies en alto y un buen libro en las manos. Y aún tenían planificado llegar hasta Toledo.
—¿Y si nos volviéramos a casa? Me da igual si nos penalizan por cancelar la reserva.
Todo había ido mal desde el principio. El coche decidió estropearse a la altura de Cuenca, y lo que les costó encontrar un taller en agosto... Debido al retraso perdieron la reserva del hotel en Madrid. El recepcionista, muy amable, les consiguió una habitación tres veces más cara en un hotel cercano. Por otra parte, tenían pensado visitar la ciudad recorriendo su centro: las grandes avenidas, las zonas comerciales, el Parque del Retiro, pero... llovió. A cántaros. En la tercera noche, Javier enfermó. Nada, un simple catarro, pero molesto. Ahora se encontraba mejor, pero de camino a Toledo... no hallaba razones para continuar.
—¡No! —contestó Ana con la boca llena de helado—. Aún te tengo que dar la sorpresa.
Cierto, Ana se había puesto misteriosa antes del viaje, decía que le iba a dar una sorpresa.
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La sorpresa compensó las penurias. Acababa de hacerse de noche. En el parque junto al Alcázar de Toledo, se comieron los bocadillos que Ana había preparado en el hotel mientras Javier se duchaba. El sabor no destacaba, hicieron un cierto esfuerzo por terminárselos. Durante un rato siguieron sintiendo la atmósfera negativa que los había acompañado durante el viaje. Sin embargo, Ana comenzó a reírse.
—¿De qué te ríes? —preguntó Javier.
—Mira ese perro... —Apenas pudo pronunciar ella, entre carcajadas.
Un señor paseaba a su perro. Javier los miró. Era un perro normal, paseado por un señor normal. Comenzó a reír. Era gracioso, después de todo. En un crescendo ridículo, la pareja cayó en una vorágine de risas. El señor aceleró el paso. Les hizo muchísima gracia y se reavivaron las carcajadas. Rieron durante casi media hora, hasta que Ana se sosegó un poco y abrió una bolsa de papas. A los dos segundos mostró sorpresa y dijo:
—Cariño, cómete una papa.
—No me apetece.
—Cómete una papa, coño —insistió ella estampándole la papa contra su boca.
—Vale, vale.
Ana aguardó unos segundos y dijo:
—¿No sientes como si tu boca no fuera tuya?
Más risas.
—¿Qué dices? —Masticó durante unos segundos—. Ah sí, es verdad. Mi boca está dentro de mi cabeza pero no es mía, y es muy crujiente. No la papa, sino mi boca. La que no es mía.
Más risas.
—¿No te estarás riendo de mí? —espetó de repente ella.
—¿Cómo? Me río de mi boca.
Ana lo miraba con suspicacia.
Una pareja de policías caminaba por la calle de abajo.
—¡Rápido! ¡Vámonos! —exclamó Javier—. Nos tienen vigilados. Yo por la izquierda del Alcázar y tú por la derecha.
—¿Qué? ¡No! Yo no me separo de ti. A saber lo que quieren esos.
Como si de espías profesionales se tratara, la pareja avanzó con sigilo, pegándose a la pared del monumental castillo. Cuando llegaron a la esquina, Ana dijo:
—¿Qué estamos haciendo?
—No sé, pero yo no me fiaba de esos policías. Creo que nos vigilaban.
—Eso es efecto de las setas.
—Las paranoias. Puede ser.
Se sentaron en ese oscuro rincón, sin ánimos de volver al parque. Se quedaron mirando el uno al otro con seriedad. Ana dijo:
—Sé que a lo mejor es por efecto de las setas, pero ahora creo que no me quieres de verdad. Sólo estás conmigo por el sexo. Y quizás también por mi colección de películas en Blu-ray.
—No es cierto. Yo te quiero. Sólo que en este viaje nada ha salido bien, eso es todo.
Quedaron pensativos de nuevo.
—Tú me has puesto los cuernos dos veces, ¿a que sí? —dijo Javier—. Con el amigo de mi primo y con Carlos el de la universidad.
—No.
Silencio.
—¿No tienes nada más que añadir? Quien calla otorga.
—Con el primero nada, con Carlos fue sólo un pico entre borrachos, jugando a la botella. Nadie diría que eso son cuernos.
—Joder.
Javier se levantó y se puso a caminar.
Tras un segundo Ana reaccionó y lo siguió.
—¡Oye! ¿Adónde vas?
—A buscarme alguien que me quiera.
—¿Qué dices? ¡Yo te quiero! Un momento… ¿tienes una amante en Toledo? ¿Por eso querías venir?