El viaje sin retorno

17. El fondo de la taza de café

Éste es el ambiente que me gusta. Un local pequeño, acogedor, de colores cálidos tirando a oscuros. Lámparas bajas, que iluminan lo que tienen que iluminar. Música jazz de fondo. Mis manos sobre la agradable madera y mi nariz captando el aroma de una taza de café bien colmada.

Hace dos meses que no sé nada de María. La ruptura fue triste, demasiado. Cogió sus cosas y se fue. Así de simple. Podría haberse llevado también las dudas que me han atormentado este tiempo.

Me encanta el olor del café. Y el de la cafetería, que es ligeramente distinto. Será por la mezcla de los aromas del café con otros productos a la venta. Una vez me hablaron de un café en grano que había permanecido en un barco hundido, en sus sacos, durante siglos hasta que fue descubierto. Algún osado se atrevió a probar ese café tan fermentado. Para su sorpresa sabía bien, tenía sus matices que lo hacían especial. Surgió una nueva variedad, muy cotizada. Todo sea dicho, no sé si esta historia es real.

A María no le gustaba el café. Eso me privaba del placer de tomar un café con mi pareja para charlar de temas estimulantes. Prefería la coca-cola, en fin... Qué falta de gusto. Tampoco proponía temas estimulantes.

Me inicié con el café al poco de entrar en la universidad, hace tantos años. Me sentía movido por la situación, parecía que estudiar en la universidad exhortaba a tomar café, que constituía una parte inherente de ella. Recuerdo la inseguridad al pedirlo por primera vez, en la cantina de la facultad. "Un café, por favor". "¿Un café solo?". No quería nada más, así que dije que sí.

Muchas veces me faltaba tema de conversación con María, eso me estresaba. Mejor dicho, cada uno intentaba imponer su tema favorito al otro. Llegué a aceptar que sentirme ignorado formaba parte de nuestra relación. Ahora que lo pongo por escrito, suena lamentable.

Queda menos de la mitad de café en mi taza. No quiero que se acabe. Recuerdo cuando María me decía: "Anda que cuando yo te falte, me vas a echar de menos". Yo me sentía seguro, y le respondía: "Eso no va a pasar, porque vamos a estar siempre juntos". Sonrisa y beso. Pero María se terminó, como se está terminando mi taza de café.

El café no lo descubrió el ser humano. Fueron unas cabras etíopes, que masticaron unas bayas que no debían masticar y se pusieron a correr como locas por la llanura. Los pastores comenzaron a hacer pastas de los frutos de esos matorrales; es curioso qué largo trecho ha recorrido el café para acabar convertido en una humeante taza entre mis manos. Una ligera capa de espuma de leche en el fondo es todo cuanto queda. A ratos se me ocurre algo: que, en realidad, nuestra relación fue como un café descafeinado. El diamante era vidrio, el oro era pintura, y la plata acero. Me asalta una idea divertida: ¿Qué pensarían esos pastores etíopes de antaño, si alguien les pidiera una pasta de café descafeinado?

Perforo con la mirada la taza, ya vacía, concentrándome en el fondo; como si allí pudiera hallar la respuesta a mis atribulaciones. Tan absorto quedo, e hipnotizado por el saxofón solista de la música jazz, que entro en una especie de estado místico de profunda reflexión. Allí, en el fondo de la taza, veo a un extraño ente de espuma formándose. Me transmite un mensaje compuesto de frases sin palabras, susurradas, sugeridas. Me dice que soy la persona más estúpida del mundo: estoy añorando el guijarro que me he quitado del zapato.

Me sobresalto y vuelvo a la realidad, aturdido. Me levanto sin despegar la mirada de la taza, mientras murmuro estas necias palabras: “Gracias, taza, por la terapia”.



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En el texto hay: crimen, romance, drama

Editado: 14.10.2024

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