La ira me corroía por dentro. Una sensación que no me dejaba trabajar. Miraba la pantalla, pero mi concentración hacía las maletas y se marchaba. Una mezcla de excitación sexual y furia me acosaba. Pensaba en él. Y me encendía como como un volcán vespertino.
Yo creía que la cosa estaba clara. Habíamos quedado varias veces. Muy buen rollo siempre. Uno hacía bromas y el otro le seguía la corriente, lo pasábamos muy bien juntos. Él tenía un congreso de odontología en Madrid que duraba dos días y me propuso acompañarle. Yo no tenía nada que hacer (y aunque lo hubiera tenido). Perfecto. Todo encajaba. Al estar allí dos días habría que pasar una noche en un hotel... Blanco y en botella, leche. No se me ocurría de qué manera aquello podía torcerse.
En la recepción del hotel fue él quien contestó “sí”, cuando el recepcionista nos preguntó si queríamos una habitación con cama de matrimonio. Esa sola palabra, el “sí”, era la nítida respuesta a mi duda de si íbamos a intimar sexualmente.
Fue al llegar a la habitación esa noche, tras el primer día de congreso (el cual, por cierto, yo utilicé para irme de compras), cuando su comportamiento cambió de manera extraña. Se mostró pudoroso y callado, a la vez que manifestaba estrés y cansancio con sus palabras. Cuando en la cena había sido todo animación y bromas.
—Me voy a echar a dormir enseguida, Sara. Ha sido un día agotador.
—Mmm, vale. Yo también pues.
Supuse que, ya bajo las mantas, la cosa se animaría. Cogió su pijama y se fue al cuarto de baño para ponérselo. Yo me puse el mío y entré en la cama. Salió del baño, apagó las luces y se metió en la cama conmigo.
—Buenas noches —me dijo.
—Buenas noches, Leo.
Pronuncié su nombre de la manera más dulce que pude. Silencio. El más profundo silencio de la más oscura noche madrileña. El hotel tenía un buen aislamiento; situado en el centro, debería oírse algo de la ajetreada vida nocturna de la ciudad. No me interesaba la ciudad ahí fuera, sino lo que ocurría dentro de la habitación. Presté suma atención a Leo, a los sonidos provenientes de él, a su silueta recortada en la penumbra mirando hacia arriba… U orientada hacia arriba, ya que tenía los ojos cerrados. ¿De verdad se estaba durmiendo? No me lo podía creer.
Quizás le dio un ataque de timidez en el momento cumbre. Pero eso no era motivo para detenerse, y menos ante un pibón como yo. Hay que echarle un par de huevos. Por Dios, con lo buena que estoy, ¿es que no quería nada conmigo? ¿Era gay? No podía entender lo que estaba ocurriendo. Aun así, pensé en la manera de ayudarle a dar el paso.
Simulando que me cambiaba de posición en la cama, y haciendo el máximo ruido posible con el roce de las sábanas, me coloqué en una postura boca arriba “casualmente” muy cerca de él. De hecho, nuestros brazos se rozaban. ¿Cuál fue la reacción del maldito? Se dio la vuelta y me dio la espalda, llevándose en el proceso la manta con él y dejándome con el culo al aire (literalmente). “Muy bien, se acabó”. Recuperando mi parte de sábanas de un tirón, me di la vuelta hacia el lado contrario con intención de dormir. Sin embargo, lo único que pude hacer fue odiarlo y maldecirlo.
☕
Dos días después, Leo me citó para tomarnos un café.
—Quería comentarte una cosa sobre el viaje.
Bueno, a ver qué me decía. Mucha explicación exigía ese viaje.
—Dime.
—Sólo tengo un testículo.
—¿Qué?
La cara de piedra que se me quedó podría haber servido como modelo para esculpir un busto. Nunca había oído una gilipollez más grande en toda mi vida. Pagué mi café sin probarlo y me alejé de ese “medio hombre”.