Difícil reto.
Los disfraces eran buenos, y algunos no permitían observar del rostro nada más que los ojos. La organizadora de la fiesta, la persona a la que había que encontrar, mi amada, tenía los ojos verdes.
Paula Verdes, qué chica. Nunca dejaba de sorprenderme. No sé si alguna vez se habrá dado cuenta de las babas que dejaba tras ella. Al menos no resbalaba con ellas. No. Ella nunca resbalaba; era majestuosa, serena, divina.
La casa era grande. Según había podido saber, pertenecía a sus tíos, que se encontraban de vacaciones. Desconocedores de la hecatombe que Paula estaba provocando con su fiesta de Halloween.
Rocé con mi mano el trasero de varias chicas. Un roce natural, había mucha gente y debía abrirme paso. También por ello toqué sin querer el pecho de otra. Por suerte, su estado de embriaguez impidió que se percatara. Aunque su acompañante me miró raro.
Sólo tenía en mente esos ojos verdes tras la máscara de Jack Skeleton. Estaba seguro de que llevaría ese disfraz dado el gran amor que le profesaba al personaje. Así se constataba en cuatro de las veintidós fotos públicas que tenía en su perfil de Facebook, en las que se apreciaban muchos objetos de su habitación inspirados en “Pesadilla antes de Navidad”, y en concreto en su calavérico protagonista.
Esperaba que dejara de querer a Jack Skeleton para quererme a mí.
Cesé de buscar por el jardín y entré en la casa. Mi temible disfraz de Hannibal Lecter imponía a los asistentes. Los cuales me importaban poco; me importaba Paula Verdes.
Mi querida Paula, tan joven y ya escritora. Literalmente he devorado su libro. Y ha estado en la radio. Grabé su entrevista y la he escuchado doscientas treinta y nueve veces, a día de hoy. Donde estoy ahora me ayuda a conciliar el sueño.
Me agradaba la ambientación del interior de la casa: velas, calabazas, telarañas, cráneos, todo ello tamizado de una luz tenue proveniente de velas en candelabros y una música tétrica de fondo. La gente parecía conocerse, hablaban en pequeños círculos. Pese a los disfraces, pude darme cuenta de que había demasiados hombres. Siempre hay demasiados hombres.
Algo me decía que debía subir al piso superior para encontrarme con mi amada. Un ser tan divino no debía hallar su lugar en la planta baja. Suena vulgar para la talla de su persona: “planta baja”. Mientras cruzaba el pasillo oí algunas voces que parecían cuchichear sobre mí. Incluso aprecié un: “¿Quién es ése?”. Ignoré todo aquello que me despistara de mi objetivo. Subí las escaleras e inspeccioné las habitaciones. En todas ellas encontraba gente; en una incluso una pareja teniendo sexo. Me gritaron cuando les interrumpí. Salí, la chica no era Paula. Proseguí por el pasillo. Debido a que otras personas me bloqueaban la visión, no me había dado cuenta de que Paula estaba allí, en el pasillo mismo. No lucía el disfraz de Jack Skeleton, sino el de la Novia Cadáver. Había errado en mi suposición, pero por poco; seguíamos en el universo de Tim Burton. La fascinación que experimenté al verla me sacudió como un corrimiento de tierras. El vestido blanco resaltaba las curvas de su figura de una manera que encendió mis instintos. En el marco de un disfraz tan tétrico y auténtico, con su velo cubriéndole parte de la cara y su maquillaje de palidez integral, sus magnéticos ojos irradiaban una luz verde que encarnaba la esperanza de mi vida.
La suerte quiso que en ese preciso instante se separara del grupo para, supuse, ir al baño. La seguí. En efecto, era allí adonde se dirigía.
Tras una curva de la entrada a los baños nos hallamos solos, aunque ella aún no se había percatado de mi presencia. La cogí del hombro y le di la vuelta.
—¿Quién eres? —me dijo.
—Hannibal Lecter —contesté. No pareció divertirla. Me quité la máscara.
—No recuerdo haber invitado a ningún anciano a mi fiesta.
—¿Anciano?
—Pelo blanco, calvicie, arrugas, postura encorvada. Sé reconocer a un anciano cuando lo veo. Te lo repito. ¿Quién eres?
—Tu hombre.
—Yo no tengo hombre.
Qué implacable era, mi querida Paula no se inmutaba ni se amilanaba.
—Sí que lo tienes, y soy yo. Quizás aún no lo sabes, ése es el único escollo.
—Mira, yo no soy de gritar ni de las que se asustan fácilmente. Pero no tengo inconveniente en darte un rodillazo en tus podridos huevos como no me digas ahora mismo tu nombre y por qué estás en mi fiesta.
Rápidamente le tapé la boca con mi mano y la empujé hacia el interior del baño, cerrando la puerta con pestillo a mi espalda. Ella respondió con una feroz resistencia, pero yo tuve cuidado de no retirar la mano. Una enorme pieza de jabón de manos reposaba sobre el lavabo. La agarré y se la introduje a presión en la boca. A partir de entonces, sólo débiles sonidos guturales emanaban de su garganta. La empujé contra la pared más alejada de la puerta y comencé a desnudarla. Sus esfuerzos eran vanos contra mi fuerza. Le despojé del vestido, los zapatos, las medias. Me excitaba más y más a cada prenda que caía. Ella se resistía como podía, qué dulce.
Mi querida Paula, qué curvas más perfectas tenías (y supongo aún tienes). Te arranqué el sujetador con violencia, y me deleité en la visión de tus pechos. Esos pechos jóvenes, redondos. Sentí la necesidad de desnudarme yo también y liberar mis instintos. Mientras me deshacía de mis pantalones, pudiste escupir el jabón de la boca y gritaste como una loca pidiendo ayuda. Segundos después una tromba de golpes sacudió la puerta y literalmente la tiraron abajo. Lo único que recuerdo es que varios rostros masculinos encendidos proyectaban su ira hacia mí y que me agarraron con violencia. Me empujaron a patadas escaleras abajo mientras me arrancaban la ropa que me quedaba. Muchos me escupían, todos me insultaban. Repetían la palabra “violador”. Aún no sé muy bien por qué. Yo sólo acudía a la cita con mi amada.