No recuerdo cuándo fue la última vez que quiso hacer algo con su hermana pequeña. Fuimos a por setas de noche. Decía que para detectar las mejores había que hacerlo así puesto que brillaban en la oscuridad.
Atravesamos una senda del bosque sin llevar ninguna luz. Si lo hacíamos no seríamos capaces de captar su brillo.
Me llevó por una senda que no conocía, y me entró un poco de miedo. Incluso en la oscuridad noté que me miraba de refilón. Cada vez estaba más oscuro, quizás una nube cubría la luna.
—¿Dónde están las setas? ¿Falta mucho?
Tardó un poco en contestar, fue raro.
—No.
Aunque su respuesta fue corta, no paró de mirarme. Nunca me había mirado así. Mi hermano me ignoraba la mayor parte del tiempo, y cuando lo hacía era para llamarme niñata.
—Tengo frío. Volvamos a casa. Lo de las setas que brillan te lo has inventado.
Lo único que brillaba en la oscuridad eran sus ojos. Con su brazo me cubrió entera. Seguía tiritando de frío. Me apretaba cada vez con más fuerza, obligándome a ir a su paso y casi haciéndome tropezar. Me puso la mano en el cuello y me lo acarició, la tenía helada.
Unos minutos más tarde, estornudé tres veces. Paró en seco. Tras sorprenderse, su mirada se volvió familiar, la de siempre, y dijo en voz baja:
—Me he confundido. No era aquí, volvamos a casa.
Sin saber del todo por qué, noté un alivio inmenso.