… y efectivamente, un día di con la manera.
El chorro de agua caliente caía sobre mi pie alzado, para luego deformar la gruesa capa de espuma. El vapor emanaba de la bañera mientras mi mano sostenía tres cuadrados de Milka de caramelo. Aunque se derretirían un poco sobre mis dedos antes de que me los terminara, no pasaba nada: me los chuparía. Era mi momento; allá fuera era Navidad, pero yo renegaba de ella y disfrutaba de mis placeres caseros mientras reflexionaba sobre la cuenta pendiente que mantenía con Iván el Terrible. Esa espina que no me había sacado en medio año, ni había querido. El calor que padecí en ese hotel ahora me besaba y reconfortaba en la gelidez del invierno. Paradójicamente la venganza se sirve fría y me reconfortaría aún más. La voz de Alice Cooper se desgarraba al tratar de atravesar el quejumbroso altavoz del móvil: “...I ain’t no angel, but I’ve never felt better...”. Tenía maldita razón. Esas palabras destrozaron ciertos tensores en mi interior. No volvería a sentirme equilibrado hasta que algún tipo de justicia divina se le aplicara a ese simulacro de ser humano.
Óscar y yo habíamos encontrado trabajo en otro hotel, tras ser despedidos del anterior por el incidente de Iván el Terrible. La causa abierta contra nosotros se archivó pronto, pues Castro, el único testigo existente, decidió no testificar en contra nuestra. Parece que incluso alguien tan impasible como él sentía hacia Iván, por lo menos, antipatía.
Estoy escribiendo un libro sobre el odio. Un ensayo. Se venderá. He adoptado una perspectiva innovadora sobre el mismo, que hará que lo veamos de una manera diferente. Iván el Terrible me había sido de tanta inspiración… Al fin y al cabo, el odio me está ofreciendo un mensaje nítido para la vida. He de clausurar este episodio antes de calcular los próximos derroteros; una vez despachada la carga, mis manos se liberarán y continuaré mi vida.
Óscar y yo hemos quedado varias veces para ultimar el plan. Es difícil dirigirse a cualquier parte en estas fechas, la calle está atestada de gente que sucumbe al voraz capitalismo representado por el hombre gordo y barbudo que viaja tirando de renos. Aun así, reconozco que me agrada el ambiente navideño. Cuando nieva, la calle parece casi un escenario de película empalagosa rodada en Nueva York.
Ya sabíamos dónde vivía Iván. Un día lluvioso de noviembre lo seguimos cuando salía del hotel en dirección a casa. Ahora, en diciembre, habíamos esperado cerca de su portal a que saliera a hacer las aparentemente obligatorias compras navideñas. Supusimos que lo haría, pues era un sábado por la tarde justo antes de la semana de Navidad. Acertamos.
Nos sorprendió en un primer momento que fuera solo. Después lo pensamos y lo encontramos natural. Aun así, algunas compras tendría que hacer. Aunque fueran para él. Se dirigió andando hacia el centro. Perfecto, iba solo y a pie, se nos facilitaba la venganza. Lo seguimos a una prudente distancia. Necesitábamos que hubiera gente presente. Había unas calles en concreto que nos vendría muy bien. Eran muy transitadas, pero tenían muchas bocacalles oscuras y estrechas.
—Prepárate —le susurré a Óscar—. En ese callejón.
Óscar asintió y aceleramos la marcha. Nos colocamos cada uno a un lado de Iván el Terrible y lo agarramos como si fuera un amigo nuestro. Con unas sonrisas por delante. Óscar le subió la bufanda a la boca y le metió un buen trozo en ella. Esa boca solía vomitar órdenes y exabruptos, ahora sólo articulaba gemidos guturales. La gente de nuestro alrededor no sospechó. Nuestra actitud era espontánea y los escandalosos villancicos de los establecimientos comerciales enmascaraban su voz. Lo condujimos hacia la oscuridad del callejón.
Hasta el fondo, donde no se veía nada.
Comenzamos a desvestirlo y a arrojar su ropa a la mochila de Óscar. Por mucho que se resistiera nuestra víctima, eran dos chicos veinteañeros asiduos del gimnasio contra un cuarentón decrépito de cuerpo con la forma del sofá. Le quitamos toda la ropa. La nieve se posaba sobre su piel desnuda.
—¡Cabrones! ¡Os vais a enterar! ¡Hijos de puta!
Sonreí.
—El que se va a enterar eres tú. Maldito hijo de la gran perra —contesté—. No te imaginas lo mal que me lo hiciste pasar en el hotel. Te mereces esto y mucho más.
—Lo mismo digo, cabronazo —apuntó Óscar.
Éste ya tenía el móvil preparado para grabar. Arrastramos a Iván de nuevo hacia la calle principal. Seguía resistiéndose, pero sus pies resbalaban con la humedad. La gente comenzó a pinchar su burbuja navideña para observar la anti-navideña escena. Lo empujamos hacia un coche aparcado y Óscar comenzó a grabar. Dios, era mi momento de gloria. Iván se hizo daño con el choque, cayó al suelo boca arriba con todo el ciruelo a la vista. De la gente que pasaba, algunos se reían, otros mostraban preocupación. Probablemente éstos últimos no tardarían en ofrecerle ayuda, así que decidimos ir acabando.
—¡No se preocupen, señores, es una despedida de soltero! Nuestro amigo se casa mañana —explicó Óscar.
Unos pocos parecieron satisfacerse con la explicación, pero otros no. Iván luchaba por levantarse, pero entre el dolor, el frío y el suelo húmedo, le costó una barbaridad. Finalmente un hombre le cogió del brazo y le ayudó a levantarse.
—Es hora de irse —dije.
Echamos a correr. Alguien nos lanzaba improperios a nuestras espaldas, no supe distinguir si se trataba de Iván o de otra persona.