A Paula se le resbaló el móvil de las manos, impresionada por lo que vio en Instagram. Comenzó a marearse y a hiperventilar. Al rato retomó el dominio de sí misma. Ella no se ponía nerviosa por nada, recordó.
Al recoger su teléfono del suelo, volvió a mirar la imagen y el texto, esta vez tras un cristal resquebrajado. La foto mostraba un brazo con un pequeño corte del que emanaba sangre. El texto adjunto rezaba lo siguiente:
Parece como si toda mi vida hubiera consistido en un viaje hacia mí mismo, para descubrir mis miserias y horrorizarme ante ellas. Un viaje sin retorno. O, mejor dicho, el viaje sin retorno, ya que para mí no hay otro posible. #i_am_whale
Sabía perfectamente lo que significaba. Se levantó de un salto del banco de piedra de la estación de metro donde se encontraba. Casi dio un cabezazo a un señor mayor al hacerlo. Como una exhalación subió las escaleras y salió a la calle. Por allí cerca, vivía Pablo, el autor de la foto y el texto.
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Aporreó el timbre hasta que alguien le contestó, una voz femenina:
—¿Quién es?
—Hola, señora, soy amiga de su hijo. ¿Me abre, por favor?
—Él no ha quedado con nadie... un segundo, que le pregunto.
—¡No, espere! No hemos quedado, y él le dirá que no me deje subir. Pero es importante, créame.
Hubo un rato de silencio y después el “ñeec” de la cerradura. Tras subir cuatro pisos por las escaleras corriendo, Paula se sorprendió de que no se sintiera cansada. Sentía el torrente de adrenalina sacudiendo sus venas.
La puerta se encontraba entornada, y la madre se asomó por la abertura. Su rostro era la pena retratada.
—¿Qué pasa, hija? ¿Quién eres? No te conozco.
—Hola, soy amiga de Pablo del instituto. Necesito verle. Luego si quiere nos tomamos un té y se lo cuento todo, pero primero me gustaría hablar con él.
—Claro, bonica —dijo la madre tras unos segundos—. Mira a ver si sacas a mi hijo de su habitación y que le dé un poco el aire.
La madre guio a Paula hasta el cuarto de Pablo. Un segundo antes de tocar a la puerta, agarró del brazo a la joven y la miró con un semblante cambiado. Tenía los ojos húmedos y le temblaba la voz:
—Qué guapa eres. No recuerdo cuándo fue la última vez que mi hijo recibió una visita. Por favor, ayúdale. Lo está pasando mal. Ayúdame a mí también, esto no es vida.
Paula, conmovida, esbozó una sonrisa tranquilizadora y respondió:
—Claro, mujer, para eso he venido. Quiero ayudar a Pablo. Lo vamos a intentar.
—Sí.
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—Hola, Pablo.
Paula torció la nariz nada más entrar. Apestaba a lugar cerrado y la ropa sucia cubría el suelo. La poca luz que había se colaba por una pequeña rendija a través de la persiana. Un ordenador encendido y un juego en marcha. Una cara de enorme sorpresa que la miraba desde las sombras.
—No hagas lo que estás planeando hacer —añadió Paula.
Pablo parecía haber sido contemplado por Medusa. No era capaz de mover ni un solo músculo de su cuerpo, ni siquiera para pestañear.
—Reacciona. Soy yo, Paula.
—¿Qué estás haciendo aquí, Paula?
—No, la pregunta es qué estás haciendo tú con tu vida.
—¿Qué estoy haciendo?
—Lo sabes. No me hagas perder el tiempo. —Tras una pausa, continuó—. ¿Cuánto tiempo hace que no le hablas a una chica?
—No hablo con mucha gente, ya sean chicas o chicos, adultos o viejos.
—Si te escucharas te darías cuenta de lo triste que suena eso.
—Me doy perfecta cuenta, no te preocupes...
Paula hizo un esfuerzo para atravesar la habitación sorteando los obstáculos y sentarse en la cama deshecha, junto a la silla fosforescente de jugón en la que se sentaba Pablo. Lo miró a los ojos.
—¿Por qué te quieres suicidar?
Pablo pausó el juego y dejó el mando sobre la mesa.
—¿Leíste mi carta? —dijo.
—Muchas veces.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Y qué te pareció?
—Que escribes muy bien. Eres un talento desaprovechado.
Un esbozo de sonrisa apareció en los labios de Pablo.
—No, tú escribes mejor. Tu libro lo demuestra.
—Vaya, todo el mundo con el que hablo ha leído mi libro. Pero yo no veo un duro... No hice un buen trato con el editor.
—Me recuerdas a ése que dijo: "he venido a hablar de mi libro". Estás delante de un suicida, tratando de salvarlo.
—Pues hablemos de tus intenciones suicidas. Cuéntame.
—Ante todo he de reconocer que me halaga que me hayas buscado y hayas venido hasta aquí, y te hayas colado en mi habitación después de haber estado cinco años sin vernos. Si algo puede detenerme de seguir en la ballena, eres tú, desde luego.