Anduve durante un buen rato entre pequeños valles colmados de charcos en el que negros insectos cruzaban de un lado a otro con vertiginosa rapidez. Ya no se oía el ruido del oleaje y nada podía augurar que más allá del trayecto que había recorrido hubiese una caleta, matizada de imponentes acantilados y playas bañadas por el mar. Entre los arbustos con los que me topaba había algunos cargados de frutos amarillentos, me acerqué al primero que vi y tomé uno, era suave al tacto por lo que deduje que estaba maduro. Me lo llevé a la boca, pero me detuve. Verán, en mis años de estudiante la próspera carrera de Agatha Christie, cuyos cotizados libros llegaban a Buenos Aires, constituían parte de mi pasatiempo. En ellos la inteligencia del implacable Hércules Poirot o la aparente sencillez de Miss Marple resolvían los casos de asesinato más enrevesados que pudieses imaginar. Pero lo que me alarmaba es que muchos de ellos se perpetraban a través de cianuro o ricino, potentes venenos que eran fabricado de semillas y frutos ¡Semillas y frutos! Sí, me estaba poniendo paranoico, pero ¿qué otro pensamiento podría abrigar de un fruto desconocido? Decidí darle un diminuto mordisco, una cantidad mínima no sería suficiente para hacer mi panteón en aquella heredad. Tenía un sabor entre ácido y dulzón, no del todo desagradable pero tampoco lo más exquisito que hubiese probado. En el segundo bocado me pareció más agradable y de allí en adelante esos bocados se convirtieron en varios frutos, aunque las elucubraciones de Agatha Christie no me dejaron tan fácilmente. Seguí mi camino con los nuevos bríos de mi exótica comida. Más tarde avisté montañas a cuyas faldas el follaje formaba un pequeño bosque. El lugar sería ideal para descansar y guarecerme del sol. Poco después estaba bajo los árboles, estos se distribuían en la ladera sorteando la cada vez más inclinada planicie. Al internarme hasta la falda de la cordillera divisé un manantial que salía de la roca y se perdía entre la maraña de vegetación. Luego de saciar mi sed busqué el lugar que me brindara la mayor comodidad posible. Me recosté de un robusto árbol y no tardé mucho en quedarme dormido. Siempre he dicho que el hecho de que desees algo fervientemente no es garantía de que te sea concedido (aun cuando exista todo un conglomerado de visionarios, filósofos y creyentes que sostengan lo contrario). Ya he dicho que somos simples marionetas subordinadas a los caprichos de un titiritero. De manera que, al despertar, unas cinco horas después, me hallaba bajo el mismo árbol, junto a la escarpada montaña y cerca de la vena de agua que salía al exterior para perderse entre los arbustos. El chirrido de los grillos se me antojó exultante ante las sombras que ya se apoderaban del lugar celebrando otra derrota sobre el día del que sólo se evidenciaba una tenue claridad. La idea de volver a la playa y pedir ayuda a los lugareños se me planteó como única alternativa, aunque ello implicare afrontar lo ignominioso del asunto y las consecuencias que pudiese ocasionarme. Pero eso tendría que esperar al siguiente día.
Los crecientes sonidos de la oscuridad me rodeaban. De haber sido más temprano habría ido por otra dosis de frutos. Decidí permanecer donde estaba e intentar pasar la noche lo mejor que pudiese. Pese a que desde niño me había gustado internarme en el bosque, nunca lo había hecho de noche, la ausencia del astro rey le quitaba cualquier atractivo. Busqué algunas hojas entre los arbustos y preparé un rudimentario catre al pie del árbol. Me eche sobre en él y esperé a que llegara el sueño (todavía abrigaba la vaga esperanza de despertar en casa). No me quedé dormido de inmediato, pasó una hora o dos temiendo a los animales que aprovechaban la noche para salir de su escondrijo y que podrían hacer mi estadía nada amena.
Me despertaron los primeros rayos del sol filtrándose entre los arbustos. Permanecí unos instantes escuchando el canto de los pájaros. Quería que ese agradable momento se perpetuara y no preocuparme por lo que ocurriese a continuación, que la cantinela de las aves tocase alguna fibra sensible que activara en mí ese fenómeno que me devolviese a mi hogar. Comencé a dudar que el sueño tuviese realmente algo que ver.
Me levanté con parsimonia. Fui hasta el manantial donde el agua fría alertó mis sentidos sólo para preguntarme lo que haría a continuación. Volví y me eché nuevamente bajo los árboles, no me importaba pasar el día allí. Además, estaba vivo. Después de todo, los frutos del día anterior no resultaron ser venenosos. Ya se me ocurriría una mejor forma de enfrentar mi destino (tratar de comunicarme con personas que hablaban otro idioma, que tal vez no fueran tan hospitalarios y que podían devolverme a casa en términos poco menos que vergonzosos). Una hora después me dirigía hacia los arbustos de las colinas, necesitaba otra ración de frutos. El sol se elevaba a media mañana sobre el firmamento, no se veían nubes en el horizonte por lo que asumía que era la víspera del verano. Tampoco, se evidenciaba actividad humana en las cercanías, podía asumir que estaba en un lugar abandonado de la mano de Dios y eso me tranquilizaba. Sin embargo, me tomaría mi tiempo para explorar un poco más. Después de comer varios frutos me dirigí al sur o al menos eso calculaba, suponiendo que el lugar por donde había visto salir el sol era el este (de niño en la escuela me habían dado esa clase de los puntos cardinales), cuidando de poder regresar al lugar en el que había pasado la noche. Pese a las circunstancias, mi espíritu de explorador se había despertado. Caminé poco más de una hora. Entre los pequeños arbustos habían aparecido algunas plantas con flores moradas. Otras colinas delimitaban el horizonte erigiéndose a mas altura de las ya había visto. No había camino o veredas que denotara el paso del hombre. Decidí escalar uno de aquellos pináculos para tener una mejor vista de los alrededores. Poco después divisaba la extensión de un ondulado valle surcado de algunos árboles, y en el que las plantas rastreras simulaban una suerte de alfombra verde que cubría todo el lugar, suponía que en aquella lejanía podía haber casas semiocultas entre los árboles que formaban pequeños grupos en las suaves ondulaciones del terreno. Me senté un rato sobre la cima de la colina sintiendo la caricia de una suave brisa y tratando de olvidar por un instante mi situación. Sea lo que fuere que aconteciese de allí en adelante me sentiría compensado al disfrutar de aquella vista y de lo poco o mucho que pudiese permanecer en ese lugar. Tal vez el extraño fenómeno o Dios (si de alguna manera pudiese ser achacado a Él) solo tenía la intención de mostrarme nuevos lugares donde pudiese dar rienda suelta a mi espíritu de explorador. Pero no cabía ser tan optimista, un viaje a no sé dónde, sin que uno lo hubiese planificado y por medios no tradicionales no era la mejor forma de motivar a un expedicionario. Además, creer algo así no tenía ningún asidero razonable. Pasé varios minutos en mis cavilaciones mientras mi mirada se perdía en la distancia. Nubes blancas habían aparecido disputándose el momento de ocultar el sol y sus sombras recorrían la planicie como inmensas siluetas de un monstruo apocalíptico.