Y dos meses después volvió a ocurrir. Ya saben que después de cierto tiempo los acontecimientos dejan de tener la misma importancia que al primer día, incluso para mí, que asediado por las indolentes responsabilidades de la universidad descuide mis otras inquietudes. Entonces las cabezadas habían comenzado otra vez sus esporádicas apariciones. El cansancio de los estudios me hacía imposible evitarlas. Además, nunca esperas que algo que ha ocurrido en un ínterin de diez años se produzca nuevamente a solo días de diferencia. Había considerado todas esas posibilidades, cuando, luego de llegar de la universidad fui a la nevera y me hice de una coca cola y algunas galletas. Encendí la RCA y tomé asiento en el sofá. El examen al que nos habían sometido se había llevado varias horas de clase, pero creía haber salido bien. Escuchaba la radio sin oírla. Tomé conciencia de que estaba allí con "Pobre mi madre querida" de Gardel. Entonces me pareció una canción bastante larga y con una melodía embriagadora, y quizás fue esa la razón de que al terminar ya estuviese dormido (al menos no recuerdo haber oído el final). Al ir saliendo de mi somnolencia note que las cosas habían cambiado. Ya no sentía el mullido diván. Me parecía estar sobre algo mucho más sólido, como... ¡Una roca! Abrí los ojos y me incorporé violentamente. Un raudo aleteo me hizo arrojarme al suelo. Debió tratarse de alguna paloma que quizás movida por la curiosidad o en busca de alimento se había acercado a donde me encontraba y se espantó al moverme. La oscuridad de la noche se cernía sobre el lugar. Gracias a la luz de la luna pude notar que estaba en un terreno cubierto de césped y me había desplomado de uno de esos escaños de hierro forjado que adornan los parques y de los cuales se veían varios en los alrededores. Me levanté lentamente, no había señales de la paloma o de lo que fuese. Realmente aquello era un parque. Además de la luna no había otro tipo de luz, al menos artificial. Reparé en que el pasto desaparecía en grandes extensiones que se mostraban negras. Avancé movido por la curiosidad. Cuando había dado unos diez pasos hice un extraño hallazgo. Estaba ante un gran hueco, supuse que producto de una explosión pues había destruido la hierba y arrancado algunos bancos de sus cimientos, el hollín cubría las adyacencias del área siniestrada. Impresionado por aquello seguí caminando hasta llegar a una reja que separaba el parque de la calle y donde otra de aquellas explosiones había destruido parte de la valla y horadado la calle. Resultaba difícil de comprender quien podría haber hecho aquello y por qué. Pero al salir por la cerca destruida y mirar por primera vez las construcciones de la calle mi cordura sucumbió. Las casas que había frente al parque estaban totalmente destruidas y había inmensos cráteres en la carretera, en las paredes y en los solares donde montañas de escombros se derramaban entre los endebles restos de los muros que habían sobrevivido. Me quedé paralizado. No podía dar crédito a lo que veía. Todas las edificaciones estaban en similar estado. La anarquía de la destrucción y el espectáculo de escombros diseminados por doquier helaban la sangre. Un terrible escalofrío recorrió mi cuerpo ¿Que podía haber ocurrido? A unos pasos de donde estaba se alcanzaba la esquina de la manzana, caminé hasta allí y me encontré con un panorama similar, inmensos edificios destruidos y escombros arrojados a la calle como las vísceras de moribundos gigantes. Era como si un vasto destacamento de demoliciones se hubiere hecho cargo del pueblo. Entonces tuve un escalofriante presentimiento. ¿Era posible que me encontrara en una de las ciudades destruidas por la cruenta guerra que recién finalizaba en Europa, en la que el poderío nazi había sido al fin sometido por los aliados? Entonces era un tema que se llevaba varias horas de clase en la universidad, no porque fuera parte de la cátedra sino porque era la noticia del momento y realmente se estaba cobrando ciento de vidas. Podía afirmar que aquel pueblo había sido víctima de un cruento bombardeo. Con singular claridad comencé a oír quizás en mi mente, quizás en un eco que aún rondaba el lugar, la funesta alarma que anunciaba la llegada de la muerte, el arribo del infierno con el rugir de los motores de los bombarderos que se acercaban, el silbido de las bombas que eran arrojadas despiadadamente y que detonaban sobre un tejado, contra una pared, sobre el césped del parque y los gritos de la gente que corría por las calles, quizás los que no habían tenido tiempo de recogerse en endebles sótanos y depósitos. El ruido de todo aquello se hacía insoportable en mi mente. No podía mover un músculo, podía percibir como la muerte aún estaba en ese lugar desplazándose entre las ruinas de los edificios, vanagloriándose de que su hoz se hubiese cobrado un número aceptable de víctimas. Rompí mi estupor y eche a correr nuevamente hacia la valla destruida, de vuelta al parque, desde allí podría evitar seguir viendo aquella obscena destrucción. Pasaría la noche en el escaño en el que había despertado. Tal vez durante el día una ciudad destruida no me pareciese tan lúgubre. Ya me preocuparía de lo que tuviera que hacer.
Pero afortunadamente, mi mal no tenía intenciones de hacerme pasar más tiempo en ese lugar. Desperté en mi sofá, con la voz de Ray Charles en Confession Blues.
Como pueden ver, tenía razones de mucho más peso para preocuparme. El sitio al que iba en cada despertar era distinto y la frecuencia de aquellos curiosos viajes parecía ser mayor. Tenía que hacer algo, ¿pero qué? Además de eso, no deseaba perder la integridad que sueles formarte sólo por ser una persona normal, un estudiante normal, un compañero normal, un amigo normal, para contar lo que a cualquiera le parecería una historia traída de los pelos. Pero la necesidad de decirlo, de compartirlo iba en ascenso. Sobre todo porque ese fenómeno me arrojaba de manera inmisericorde a cualquier lugar dejándome a mi suerte.