El Viajero de los Sueños

Quinta Parte

El consultorio del Dr. Méndez estaba ubicado cerca del Correo Central, en la calle Sarmiento. Era un hombre enjuto de unos cincuenta y tantos años, cuyos ojos vivaces detrás sus lentejuelas parecían escudriñar la dolencia de quienes le visitaban desde el mismo momento que entraban por la puerta.  Las paredes estaban adornadas de diplomas, placas y reconocimientos de todos los modelos que se pudiese imaginar.

  ─Creo que usted es Saúl Ortega ─ dijo mientras sacaba una hoja en blanco de un cajón de su escritorio y se armaba de un lápiz ─ El Dr. Gómez me habló de usted. Creo que de un problema con el sueño o algo por el estilo. Espero ser la ayuda que necesita.

Si hay alguien que diga no preocuparse por el “qué dirán”, realmente no es humano pues la experiencia ha demostrado que la opinión que la gente se forme de ti siempre va a influir de alguna manera en tu actitud (siempre que sepas la opinión de esa gente y la importancia de lo que susurren). Y ese temor también está presente cuando debes develar el hecho cuestionable, aunque sea a un galeno dispuesto a curarte. Y cuando lo que vas a decir parece no tener lógica…

En pocas palabras le puse al tanto de todos los pormenores de mi caso. Luego de escucharme sin expresar ningún tipo de sorpresa (tal vez todos los días le llegaba un chiflado diciéndole que se iba de viaje mientras dormía), quiso saber sobre la frecuencia en que descansaba, si me desvelaba a menudo, si dormía mucho durante el día, si tenía accesos incontrolables de sueño y otras cosas por el estilo. Habló de someterme a estudios que develaran cualquier anormalidad con el sueño. Que esa era su área y que realizarlos a la brevedad evitaría mayores daños si ya los había. Que de no ser así me referiría a otros especialistas y que él personalmente se encargaría de todo fuese llevado de la mejor manera.

Una semana después me hicieron un examen con una de esas máquinas que vez en los hospitales y que te impresionan sólo de mirarlas. Me tomaron muestras de todo fluido que llevara encima. En la siguiente consulta el Dr. Méndez me dirigió la misma mirada, sin expresión alguna.

─Debo decirle que los resultados muestran que no sufre usted de ninguna anomalía de importancia.  Tal vez un poco sedentario, quizás porque no hace usted ejercicios regularmente, nada de qué preocuparse en verdad. Puede apreciarse que cumple el ciclo del sueño con normalidad y tampoco hay indicios que apunten a anomalías en sus horas de descanso. Si está de acuerdo lo referiré con el Dr. Domínguez, es psiquiatra y quizás su campo pueda darnos algunas respuestas.

Y allí estaba, a un paso de caer en manos de un verdadero loquero. ¿Qué podría hacer un psiquiatra? Tratar de hacerme desmentir a mí mismo que lo que había vivido sólo ocurrió en mi cabeza, que, aunque lo viese tan real jamás había sucedido. Al ver mi insistencia me propondría pasar unos días bajo su cuidado en el Hospicio de Las Mercedes (recomendación que también haría a mis padres). Todos estos pensamientos acudieron a mí como una exhalación.

­─Estoy de acuerdo ─ dije considerando la posibilidad de que mis temores sólo fuesen infundados.

─Muy bien. ¿Sabe algo? Me gustan las personas que quieren ayudarse.

Hablaba casi con regocijo (tal vez estaba cobrando alguna comisión por enviar el mayor número de locos a su colega).

─Verá, nadie asume con cordura una cita con el psiquiatra, todos necesitaban algo de ayuda para… ¿cómo diríamos? ¿asumirlo? Sí, creo que esa es la palabra correcta. ¿Y todo para qué? Los psiquiatras al igual que nosotros están para ayudar a la gente, no hacen otra cosa.

Sus palabras habían adquirido un tono locuaz. Como el del amigo que te invita a tomar una cerveza.

Sin embargo, toda aquella verborrea no sirvió de mucho. Los preparativos para la universidad comenzaban nuevamente y mis temores por el loquero volvieron. ¿Cómo aceptar que alguien te induzca a creer que estás loco cuando en realidad no…? Bueno, supongo que ningún loco reconoce su demencia. La verdad es que nunca acudí a esa cita. Y aunque no podía considerarme “curado”, dos años después me graduaba como Historiador y logré colocarme como maestro. Dejé el apartamento que rentaba mi padre y me mudé a una modesta casa en la Ciudad de Batán. Quizás “ciudad” no era entonces el calificativo indicado, era sólo un pequeño caserío de mineros y campesinos que recién comenzaba a formarse. Fue una de las pocas plazas que me presentó la Dirección General de Escuelas.

No tardé mucho en amoldarme a un aula de clases, con un pequeño grupo de niños que si bien solían recibirme con cierta timidez finalmente sufrían de excesos de confianza.

Y allí pasé mis primeros años como profesional. Puedo decirles que me familiaricé con aquel pueblo, con su aire costeño, su gente y sus niños. Podría decirse que mis temores habían remitido. Pero siempre, en algunas de esas noches recordaba que mi sueño no era seguro, que estaba a la disposición de esa suerte de titiritero que tomaba su marioneta y la sacaba del teatrillo para arrojarla a otro completamente distinto y donde habría otra historia.

La escuela donde me habían asignado quedaba a unos pasos de la plaza, alrededor de la cual el pueblo había ido edificando sus pequeñas casas. Se trataba de un viejo galpón donde la administración se las había arreglado para construir dos aulas y una pequeña dirección. Entonces las relaciones entre los alumnos y sobre todo con los padres de estos eran mucho más cercanas de lo que suelen ser hoy. Ya saben, mientras más pequeño sea el grupo más posibilidades hay de que se creen lazos de amistad. Y así tenía mi séquito de amigos en el pueblo y todo por el hecho de tener a sus hijos en mi clase. La tutoría era compartida con la Srta. Laura de quien les hablaré más adelante y la Sra. Elvira, una mujer que tenía al menos cuarenta años viendo crecer a los muchachos en los salones de clases y que se conocía al dedillo prácticamente a todos los habitantes del pueblo. De baja estatura, y agradable voz, me hacía las advertencias necesarias en cuanto a los padres de cada uno de los chicos.




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