El Viajero de los Sueños

Séptima Parte

Nos hallábamos en una central ferroviaria, suponía que se trataba de un área de andenes algo alejada del centro activo de la estación. Caminamos entre los vagones y tractoras silenciosas.  A todas luces se veía que mi compañero sabía exactamente a donde iba. No sería la primera vez que hacía aquel recorrido. Poco después nos detuvimos entre dos trenes o al menos entre dos hileras de vagones de carga. Mi compañero subió a uno de ellos y yo le seguí. El suelo era un anárquico depósito de grandes bolsas plásticas vacías, supuse que sería de las mercancías que eran transportadas o de los accesorios que llegaban para los trenes. Inmediatamente mi amigo se hizo de un enorme legajo de ellas y formó un montón sobre el que se tendió, se hizo de las que quedaban a su alrededor y las colocó bajo su cabeza. Evidentemente se trataba de un hombre al que le gustaba dormir. Aguardé observando el exterior desde la puerta del coche. Ya las sombras se habían cernido sobre la ciudad y las estrellas comenzaban su aparición en el firmamento. A lo lejos, la eventual sirena de un tren se dejó oír rompiendo el creciente silencio de la noche. Ansiaba regresar. Ese día mis alumnos habrían vuelto a casa porque el maestro Saúl no había acudido. La Sra. Elvira se habría encargado de informarles y luego habría preguntado a Laura sobre el ausente maestro. Ella le habría dicho que no sabía de él desde el cumpleaños de Susana.

Me dispuse a buscar acomodo para dormir, pero cuando ya había preparado algunas bolsas llegó a mis oídos el peculiar sonido de la noche anterior. Ya había confirmado que el sujeto no se andaba con rodeos cuando se trataba de dormir. Pero no pretendía pasar otra mala noche a causa de su escandaloso sueño. Me dirigí al otro tren y subí a uno de los vagones, al menos desde allí no oía sus ronquidos. En medio de la oscuridad pude notar que el coche estaba medianamente cargado de fajos de paja, lo que sin duda haría las veces de una cómoda cama, mucho más atractiva que la que se había procurado mi compañero. Me arrojé sobre los fajos y unos minutos después dormía profundamente.

Si abrigué la posibilidad de que ese sueño me devolviese a casa no lo recuerdo. Creo que el cansancio no me permitió cavilar demasiado. Sólo sé que cuando desperté en mi cómoda cama, el vagón y todo lo que había a mí alrededor se movía. El tren estaba en marcha. La angustia me hizo levantar de un salto. El sol de una avanzada mañana entraba en el coche iluminando mi improvisado aposento. Fui a asomarme a la puerta. El tren recorría una vasta y estéril llanura en la que algunos cercados e inmensos arboles componían el paisaje. De vez en cuando las líneas atravesaban algún camino que se perdía en la distancia secundado de algunas casas que se mostraban envueltas en la apacible quietud de la mañana. Ahora entendía porque mi compañero se decidió por el otro tren. Conocía a la perfección cuales eran los vagones que estaban en desuso. Y a cambio de poder descansar esa noche, estaba sólo otra vez. Me vi obligado a evaluar mis posibilidades. El sueño que me podría regresar no venía ¿Era probable que tuviese que quedarme en ese país? ¿O que buscase la manera de volver por los medios tradicionales, los cuales, como ya les he dicho no tenían que ser del todo agradables? No sabía que pensar, la idea que quedar a la deriva en ese país podía convertirse en una realidad. Tal vez había evaluado mal mi enfermedad, ¿El sueño que me llevaba a un lugar era equivalente al que me devolvía? En los anteriores casos podía decirse que sí. Pero… ¿si en vez de eso, el uno y el otro funcionaban de manera independientemente? De ser así, el sueño que me retornara podía llegar esa noche o unos diez años después. El asunto no sonaba nada alentador. Y había abandonado en una central de trenes a la única persona que, sin conocerme ni hablar mi idioma, se había dignado a prestarme algo de ayuda. Me desplomé apesadumbrado. Afuera el día seguía impasible su curso ante los triviales temores y preocupaciones que asediaban a los hombres que compartían la escena de la vida.

¡Oh Dios! Siento que gran parte de mi fortaleza se ha ido mientras escribo estas palabras. Este viejo cuerpo que hasta hace poco resultó útil amenaza con desfallecer. Percibo la enfermedad recorriendo mis huesos, apoderándose de mis órganos, sopesándolos, regodeándose con la certeza de destruirlos sin que la ciencia ya nada pueda hacer. Ya mis endebles extremidades se resisten a cumplir más órdenes. Presiento que mi fin está cerca. La antesala para el arribo de la muerte está preparada. Tal vez se moleste de hallarme aquí. Sin embargo, a Dios pido que me permita terminar de contarles. Sé que ustedes merecen saber. Mi historia debe conocerse ¡Oh cielos!

CAPÍTULO II

Por un tiempo que casi juzgue interminable, el tren continuó recorriendo aquellas vastedades. El continuo vaivén me depositaba en la inconsciencia y me hacía volver en sí cada cierto tiempo. No me había vuelto a asomar hacia el paisaje que acompañaba la travesía. Realmente no tenía ánimo. Me sentía como un hombre con las expectativas de vida vilmente cercenadas. Cada minuto, cada hora que pasaba añoraba más mi mundo. En ese estado me encontraba hasta que percibí un leve cambio en el movimiento del vagón. El tren estaba disminuyendo la velocidad. Me incorporé y observé lo que me rodeaba. A ambos lados había extensos cultivos de algo que no me pareció conocido. Adelante, menos de una docena de casas conformaban una estación. Debía escoger si apearme allí o continuar en el tren. Sin pensarlo mucho me decidí por lo primero. De cualquier forma, aquel tren no iba para Argentina. Comprobé que no me viesen desde la estación y sin esperar a que el tren se detuviera del todo me arrojé internándome en el sembradío. Por un momento me aquejó la debilidad ocasionada por la falta de alimentos. Lo último que había arrojado a mi estómago era la mitad de un pan que el día anterior recibí de mi amigo roncador.




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