CAPÍTULO III
Estoy haciendo un gran esfuerzo al contarles todo esto, pero ya no puedo asegurar que termine lo que comencé con tantas expectativas. Siento que la respiración me exige cada vez más esfuerzo. Mi cuerpo sucumbe ante la oscura niebla de mi afectada senilidad y ligeros temblores recorren mis articulaciones. Pero sigo aferrándome a la esperanza de que mi Dios me lo permita, aunque mi fe es frágil, como siempre fue mi esperanza de que mi mal acabase alguna vez.
Desembarqué en el Puerto de Malmo. Con las señas del capitán, un hombre que amablemente se había prestado a orientar a un joven maestro rural, logré tomar el tren cerca del Puerto. Se suponía que el convoy llegaría a la estación central de Jonkopins, lo que significaba que al menos la estación era real. Por temor a perderla y pasar de largo, me bajaba en aquellas en las que el tren paraba y echaba un vistazo antes de volver nuevamente al tren. Una creciente emoción me embargaba, me sentía cada vez más cerca. Poco después el expreso se detuvo en la central. Aquello fue para mí una gran victoria, deseaba encontrar al indigente y decirle (aunque no me entendiera) que había vuelto.
Todo era igual que como lo había visto días atrás. ¡Era real! No había duda. Me sentía como alguien que se hubiese ganado la lotería.
Fue un menudo problema hacer que los oficiales de la central me indicaran el tren que habría de llevarme la estación de Linkopings. Afortunadamente el Capitán me había hecho anotar en ingles el nombre de la estación, eso sería suficiente para que ellos me orientaran una vez que se los exhibiera. Casi cinco horas después arribaba a la quietud de Linkopings. Tuve que hacer un gran esfuerzo por no lanzarme del tren como la vez anterior. Estaba eufórico de emoción, pero me apee con mi maleta de viajero simulando el mayor decoro posible. Miré al cielo y dejé que el sol me abrazara en la casi desierta estación, quería sentir que lo que me rodeaba no era un sueño como me había hecho pensar mi padre. Deseaba percibir ese aire entrando a mis pulmones, creer que estaba allí. Encaminé mis pasos hacia el sembradío en el que me había internado la vez anterior, pero tuve una nueva inquietud. ¿Qué tal si las personas que veía en mis “viajes” realmente no existían? ¿Qué pasaría si sólo partes de la realidad coincidían con mis “viajes”? ¿Qué si no existía una granja Larsson? Aunque no me gustara la idea era una posibilidad y eso significaba tener que volver a casa con el rabo entre las patas, pidiéndole disculpas a Don Ceferino por mi rebeldía y pasar los días destrozado por un amor que sólo había existido en mis sueños. El hecho de que caminara por los mismos pastizales que había recorrido no contribuía a mejorar mi ánimo. Poco después llegaba a la senda y avancé por ella con inquietud. Temía que más allá no hubiese nada y que mi viaje hubiese sido en vano. Pero cuando al final de la tarde llegue a la valla de los manzanos, el calor de la vida vino a mí con ímpetu. Los tres árboles estaban allí, tal como los había visto la última vez, también se evidenciaba el reciente trabajo del huerto. La certeza de que todo había sido real se agolpaba en mis pensamientos de la misma forma en que la luz iluminaba una oscura habitación. De manera inconsciente me había ido acercando a los manzanos. Divisé la rama de la cual había robado los frutos la primera vez y tendí mi mano para sentir el roce de las manzanas, pero antes de que mis dedos tocaran la suave piel de los frutos…
─¿Saúl?
Su voz llegó hasta mí y mi euforia dio paso la tranquilidad del que se ha disputado una victoria que sabía suya.
─ Supongo que tendremos que usar las influencias de tu padre después de todo ─ dije mientras me volvía.
Ella rompió a correr y se arrojó a mi cuello rodeándome con sus brazos y piernas. La apreté fuertemente contra mí sintiendo el peso de su vibrante cuerpo rebosante de amor.
─Sabía que volverías, mi querido maestro.
Busque sus labios y en un desesperado beso nuestras pasiones se encontraron, se entendieron y se fusionaron.
Me dijo que quiso morirse cuando llegó ese día al huerto y solo encontró las tijeras de jardinería abandonadas. Que con su padre habían realizado una búsqueda por toda la granja y que además de mi ropa únicamente habían hallado mi billetera en el establo. Ella había vuelto día tras día al huerto, ansiaba que algo de mí hubiese quedado allí, y que por alguna razón me trajera de vuelta.
─Y has regresado ─ dijo abrazándome con más fuerza, quizás temiendo que de un momento a otro pudiese desaparecer.
Su padre consideró que quien había estado limpiando su jardín era sólo una persona desagradecida. Le extrañaba que su hija hubiese quedado prendada de semejante vagabundo y que jamás hubiera permitido que entre ella y yo hubiese ocurrido algo.
─Realmente no suena muy alentador ─ Objeté, mientras íbamos a la casa cogidos de la mano.
─Supongo que tendrás alguna buena idea para arreglarlo.
─Decirle que quiero pedir la mano de su hija no solucionará mucho.
─Puede que con él no, pero si puedes lograr cierto perdón de mi parte ─ dijo besando mis mejillas.─ No soporto que me hayas abandonado así como así, mi querido maestro.
─Tendré que comprar un boleto para dos en mi próximo sueño.
Estampé un rápido beso en sus labios