Sin embargo, la oleada de viajes fue disminuyendo con el tiempo. A veces en un año solo me “iba” una o dos veces, luego hubo otros en los que no “viajaba”. Pero algo más había cambiado. Noté que la vitalidad y el calor de Anna mermaban. Día tras días la notaba más taciturna. Para entonces corría el 95. Yo tenía sesenta y siete años y Anna sesenta y cinco.
─ No es nada, es sólo que estoy algo cansada.
Fue lo que me dijo un día en que la abordé en la cocina mientras ayudaba a la criada a lavar las tazas del café que habíamos tomado unos minutos antes en el pequeño recibidor de nuestra casa.
─ ¿Estaría bien si fuésemos con el doctor para que te examine… por cualquier eventualidad? ya sabes de lo que hablo.
─ No, Saúl. En verdad estoy bien. No debes preocuparte.
Pero en el fondo comenzaba a inquietarme. Considero que como humanos tenemos un don para saber cuándo algo puede convertirse en buenas noticias o por el contrario, en tragedia. Si. Sé que me talarán de ser un falto de confianza y puedo reconocer que en realidad lo he sido y quizás lo siga siendo (sobre todo ahora que estoy llegando a mi final). Y ante la situación de mi esposa presentía la inminente tragedia. De manera que cuando dos días después no se levantó de la cama a la hora de siempre, supe que algo andaba realmente mal.
Si una cosa me ha alarmado de los hospitales es que la vida y la muerte se fusionan de una manera, si se quiere, tan natural. Forma parte de la rutina el hecho de que cada día fallezca una cantidad determinada de personas, de hecho, la administración suele llevar un registro del numero diario de fallecidos y en base a ese control hacen los pronósticos de defunciones para los días siguientes. El negocio de la muerte como lo he llamado. Los médicos y enfermeros parecen inmunizarse contra el sufrimiento de los dolientes, contra sus gritos de desesperación cuando son informados de que su padre, esposo, hermano o hijo no ha soportado la operación o sufrió un paro mientras se le administraba que se yo que medicamento. Y lamentaba enormemente que mi amada Annika hubiese caído en ese anárquico mundo.
Arthur y Bernt se hallaban conmigo mientras esperábamos que los médicos nos dieran luces sobre el mal que aquejaba a mi esposa (el bueno de su padre había muerto dos años antes, su madre aún vivía, pero había perdido la movilidad y aguardaba en casa). Sin embargo, los sanitarios entraban y salían del área de observación sin decirnos nada en concreto. Ya caída la noche se nos acercó un galeno con cara de cansancio.
─ El Sr…. ¿Ortega? ─ inquirió dirigiéndose a nuestro grupo.
─ Soy yo ─ dije mientras sentía como un sudor frío recorría mi espalda.
─ Aún no tenemos una respuesta clara del estado de su esposa. Habrá que hacer otros exámenes para saber exactamente de qué se trata. Espero que tengan paciencia. Los síntomas que presenta no parecen ser del todo graves, pero tampoco implican una simple entrada y salida del hospital.
Un hilo de expectativas volvió a mí, el médico nos daba una leve, aunque muy leve posibilidad de que me llevase a Anna de vuelta a casa. Y me abracé a esa posibilidad durante los días que siguieron en el hospital, no tenía nada más a que aferrarme. Pero las expectativas del hombre son muy distintas a las del Omnipotente que desde arriba maneja a su antojo las llaves de la vida y la muerte. Cuatro días después, la búsqueda de las palabras adecuadas que se notaba en el rostro serio del médico me indicó que la estaba perdiendo. Le escuché mudo del angustiante terror que me había agobiado.
─ Sr. Ortega, mis noticias no son las mejores. Su esposa sufre de una enfermedad en la sangre que ha consumido sus glóbulos rojos y ha hecho añico sus plaquetas. Su sangre se ha hecho tóxica para su propio organismo. Su estado es más crítico cada día.
─ ¿No hay un tratamiento, algo que se pueda hacer? ─ pregunté en medio de mi creciente desesperación.
─ Debe entender que su enfermedad no es algo que se vea todos los días y los avances al respecto son prácticamente nulos hasta ahora.
─ Eso significa que… ─ murmuré más para mí que para nadie más.
─ Que tendrá que prepararse para lo peor.
¿Pero cómo puedes prepararte para lo peor? Nunca te preparas para algo así, era mi Anna, lo que más había amado en mi tortuosa vida, con la que había vivido quizás lo peor de mi enfermedad. Nunca te preparas para eso ¡Jamás! Sentí ganas de decirle al galeno que sus palabras no tenían ninguna coherencia, que nunca debería decir semejante atrocidad. Que su profesión era una verdadera… Pero me contuve, no había nada… nada que pudiese hacer.
Esa noche nos permitieron verla, la tenían en una habitación hincada de tubos y vías intravenosas, rodeada de todo ese aparataje médico que solo contribuía en aumentar mi ansiedad.
Ella me miró y esbozó una débil sonrisa. Parecía haber envejecido unos diez años desde que la trajera unos días atrás.
Me arrimé a su cama y besé sus labios mientras acariciaba su atribulada frente.
─ Espero haber sido todo lo que esperabas.
─ Mi amor, no hables así. Te llevaré de vuelta a casa ─ dije sin poder controlar mis lágrimas
─ Y sí. Has sido todo y mucho más de lo que esperaba, mi amor. Eres lo único que me importa en la vida. No podría vivir sin ti. No… no sabría hacerlo.