El Viajero de los Sueños

Décima Quinta Parte

Haciendo acopio de todo mi valor di algunos pasos sin saber a dónde, pero mi caminata no duró mucho. Me encontré con una pared. Parecía estar formada de grandes bloques de piedra por lo que pude comprobar al tacto. Decidí recorrer la estancia siguiendo el muro y al poco tiempo me encontré con otro que formaba un ángulo recto con otra pared, decidí seguir esta para encontrarme con lo mismo en otras dos ocasiones y supe que estaba de vuelta donde había comenzado. La palabra tumba se formó en mi mente con infame claridad. Podía asegurar que mi viaje me había traído a una cámara construida y sellada en tiempos inimaginables. Sentía que respiraba un aire milenario, infecundo de cualquier tipo de vida y quizás corrompido por el paso del tiempo tal como ocurría con las tumbas de “El Séptimo Papiro” de Wilbur Smith y que pronto acabaría con mi vida. Me senté en el suelo ceniciento resignado a sufrir aquel perverso castigo. Tuve que raspar el piso con los pies, rascar la pared, pasar mi mano sobre mi ropa solo para hacer ruido pues el silencio parecía introducirse en mi cabeza horadando mi cerebro y desquebrajando mí ya resentida cordura. La sensación era espantosa. Se me vino a la cabeza todo lo que sabía de tumbas milenarias. Si realmente estaba en una debía existir una salida (que obviamente no había encontrado), pero era probable que la cámara no hubiese sido profanada y continuara sellada a cal y canto. También debía haber un… sarcófago con una momia, baratijas y demás objetos funerarios. Pero cuando a duras penas logré caminar hacia lo que consideré el centro de la estancia no di con nada. Estaba vacía. Tuve entonces la inquietante premonición de que había hecho mi último viaje y que si habría un cuerpo allí ese sería el mío.

No recuerdo en qué momento me dominó el sueño en lo que ya consideraba mi sepultura, solo sé que cuando en la lejanía sentí unos ligeros golpes y percibí nuevamente la claridad en la habitación del hotel supe que había recibido otra oportunidad. Recuerdo que la mucama me arrojó una mirada de desaprobación cuando me vio cubierto de polvo y que este se había esparcido en el piso.

He pensado que ese es el precio que pagué por haber buscado al único testigo de mis “viajes”. Pero considero que fue uno de los avances más importante que hice sobre mi enfermedad (aunque no un avance a mi curación).

Me gustaría decirles que los viajes finalizaron, que nunca llegue a tener otros de aquellos “sueños”. Pero les mentiría. Y la verdad es que el pasar de los años me convenció de lo contrario, dejé de temer a los sueños, sobre todo a aquellos fuera de casa (aunque mis precauciones anteriores no llegaron a desaparecer). Y me dije que finalmente disfrutaba de una vida normal. Pero el titiritero aún no desistía de mover los hilos de su antigua marioneta. Quizás se negaba a desprenderse de un viejo juguete que tal vez en un tiempo fue su preferido.

A veces pienso que la existencia del hombre está mal concebida, no se trata de que vivas para siempre, pero todos tus años de vida deberían ser saludables. Pero la verdad es que después de una avanzada edad la salud te abandona y las enfermedades se posesionan de ti consumiendo tu cuerpo poco a poco. No mueres de una sino de varias enfermedades de las que a veces ni te habías dado por enterado. Mis recientes problemas del corazón, las progresivas dificultades para respirar, la reuma, las neumonías, diabetes y otra cantidad de nombres son la perdición de los ancianos. Y así he venido sintiendo que la salud me está abandonando.

Pese a ello, siempre me he aferrado a algún deleite que me mantenga vivo como el jardín que había cultivado en nuestra pequeña casa de Madrid (y digo nuestra casa porque durante todos estos años jamás he dejado de sentir a Annika a mi lado).

Dos domésticas se han encargado tanto de la cocina como de las tareas propias del hogar y una enfermera me asiste una vez por semana. Suelo pasar gran parte del día en el jardín y la lectura del periódico o de alguna libro son mi segundo pasatiempo. Hace apenas unas semanas tomé asiento en una mecedora que hice colocar en el corredor trasero de la casa (admito que raramente la uso, por eso decidí desterrarla al patio trasero) con un ejemplar de “El País”. No recuerdo exactamente en qué parte del diario había centrado mi lectura. Sólo puedo decirles que unos minutos después los ojos se me cerraban del sueño. Es probable que alguna pequeña alarma se haya encendido en mi mente pero no hice el menor caso. Recuerden que me consideraba un hombre “sano”. Pero lo que tú creas no siempre coincide con la realidad y nadie más experimentado que yo para corroborarlo. De manera que sucumbí a ese sueño como a cualquier otro que hubiese tenido los últimos años. Desperté en medio de un inclemente frío y totalmente rodeado de la blancura de la nieve. A duras penas pude incorporarme. No podía dar un paso pues el frío me calaba hasta los huesos. Fue providencial que ustedes me hallaran minutos después y me trajeron a sus instalaciones, algo de lo que siempre, siempre, les voy a estar infinitamente agradecido. Es una de las pocas veces que he recibido ayuda en uno de mis “viajes” y me siento en insondable deuda con ustedes.

¡Oh! Cielos, cuanto me ha costado plasmar estas palabras. Temo dejar de escribir, de sostener esta pluma entre mis temblorosos dedos porque sé que cuando lo haga el fin habrá llegado. Quizás ni el más brillante médico esté tan seguro como yo de mi final puesto que no sabría dictaminar que el paulatino desgaste de mi salud se ha fortalecido con mi enfermedad. Mis viajes han cobrado su cuota. Pero siento que he cumplido lo que Él ha dispuesto para mí. No sé si eso pueda beneficiar a alguien, supongo que no está en mi haber comprobarlo.




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