Solo quedaba una hora para el alba y todos los miembros de la familia de Anabel y Héctor se pusieron en marcha hacia el aeropuerto de isla Zephyr donde los esperaba un amigo de Cristina para llevarlos en avión hasta la selva Mercurio. El hombre los esperaría para llevarlos de vuelta a isla Kaia.
Cristina encabezó la comitiva por las pistas del aeropuerto hasta llegar al hangar que su amigo le había indicado. Entraron en la enorme nave de metal y un hombre rubio, alto como la chica, con los ojos celestes, una perilla que tapaba su barbilla y ataviado con un traje azul oscuro y dorado e impoluto, les dio la bienvenida.
—Buenos días, David. Muchas gracias por hacerme este favor —le agradeció la joven dejando un beso en cada mejilla del hombre.
—No hay de qué. Ya he revisado el avión, así que, en cuanto queráis podemos partir.
Todos los miembros de la familia fueron pasando por delante del piloto estrechando su mano y dando las gracias al hombre antes de subir las escaleras que llevaban al interior del avión blanco.
—Cristina, ¿nos vas a dar las instrucciones que siempre das cuando vuelas? —le preguntó Eric con un tonito burlón en la voz.
La chica le sacó la lengua a su primo. Sin embargo, inconscientemente, revisó que todos tuvieran el cinturón abrochado, las bandejas plegadas y los compartimentos de las maletas bien cerrados, al igual que la puerta del pájaro de metal.
—Hermanita, llevas la profesión en la sangre —le dijo Dafne observándola.
Cristina le sonrió y entró en la cabina de mando para ver si el piloto necesitaba algo.
—¿Cuánto tiempo dura el vuelo? —quiso saber Maryah agarrada con fuerza a los reposabrazos del asiento y a la mano de su marido.
—Ocho horas. Tranquila, no pasará nada. Estadísticamente, los aviones son el transporte más seguro —respondió Aaron haciendo una mueca de dolor cuando su esposa le apretó la mano.
—Podrá ser el más seguro, pero el miedo a las alturas no me lo quitan las estadísticas ni nadie.
Cristina salió de la cabina, se sentó en el asiento de la primera fila, al lado de su primo Alejandro, se abrochó el cinturón y cerró los ojos cuando el avión empezó su camino hacia la pista que la torre de control le había indicado para despegar.
—¿Por qué cierras los ojos? No creo que tú tengas miedo a volar como mi madre —le inquirió su prima con una sonrisa.
—El despegue siempre me ha mareado un poco. Después, cuando ya está estabilizado, se me pasa.
—Familia Alberdi y Valverde, soy el capitán David Stark, les informo de que estamos a punto de despegar. El vuelo durará ocho horas, por lo que, una vez estemos en el aire, podrán desabrocharse el cinturón y caminar un poco. Disfruten del vuelo —les comunicó el piloto esperando en la pista a que el controlador le diera permiso para el despegue.
***
Un pequeño rayo de luz entró por la ventana del dormitorio principal despertando a Andrew. Se llevó la mano al brazo donde tenía la herida e hizo una mueca de dolor. Abrió los ojos y vio el pelo negro como las alas de un cuervo de Anabel. Las comisuras de su boca formaron una gran sonrisa de oreja a oreja, la abrazó para atraerla hacia él y le dejó un beso en la sien. La chica ronroneó contra el cuerpo del hombre.
—Buenos días —le susurró él al oído.
La joven se dio la vuelta para poder mirarlo, le dedicó una sonrisa enamorada y le dejó un beso en los labios.
—¿Te duele el brazo? —le preguntó entre beso y beso.
—Un poco.
La muchacha se apoyó en el codo y se inclinó para darle un suave beso en el bíceps vendado.
—Ahora me duele aquí —le respondió señalando con un dedo su corazón.
Anabel le sonrió y le dio un beso donde le señaló.
—¿Se te ha vuelto a mover el dolor?
—Ahora me duele aquí —contestó señalando su cuello.
La chica rio, pero claudicó. No lo pudo resistir. Se acercó a él un poco más y lo besó.
Los brazos del hombre la rodearon por la cintura y la pegó a él.
Ella se sentó a horcajadas sobre él para volverlo loco al restregarse contra su entrepierna.
Un gruñido salió de la garganta de Andrew mientras se incorporaba para poder llegar hasta sus pecho que lo llamaban desde la camisa sin botones. Le quitó la prenda de vestir y los devoró con ansia.
La mujer arqueó la espalda ofreciéndolos y enterrando sus dedos entre su pelo rubio, atrayéndolo hacia ella. Recorrió el rostro del chico y lo enmarcó con sus manos para que la mirara. Clavó sus ojos verdes jade en él mientras le dedicaba una sonrisa, se inclinó hacia su boca y lo besó con la pasión reflejada en él.
Se devoraron el uno al otro como si no hubiera un mañana. Andrew la aferró contra su cuerpo y se movió para quedar encima de ella. Le acarició cada rincón, cada recoveco de su pecaminoso cuerpo.
Anabel rodeó la cintura del hombre con las piernas y se las ingenió para, con los talones, quitarle el pantalón del pijama. En cuanto la prenda de dormir se alejó dejando su erección en libertad, Andrew no pudo aguantar más y se instaló en el interior de ella, atrapando su gemido con un beso.
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Editado: 11.03.2024