Héctor agarró el pomo de la puerta del despacho del jefe de los traficantes, Ezio Colonomos. Después de dos semanas infiltrado en su banda, por fin iba a conocerle personalmente. Lo iba a ver y podría ponerle cara al traficante de armas más buscado del mundo.
El chico giró el pomo y abrió la puerta despacio. Todo estaba oscuro. No entraba ninguna fuente de luz por ninguna ventana, aunque también era de noche. Sin embargo, el hombre no se había molestado tampoco en encender ningún punto de luz.
Héctor hizo que sus ojos se adecuaran a la oscuridad y vio al jefe sentado en la silla de escritorio con unos papeles en las manos.
El traficante alargó la mano hasta una pequeña lamparita que descansaba sobre la mesa de roble y la encendió. La lámpara alumbró levemente la mesa, lo suficiente para que se vieran los papeles con claridad.
—Siéntate —le dijo al chico con un leve gesto de la mano alumbrada.
El muchacho se acercó memorizando el rostro del hombre. Cabello rubio con algunos mechones canosos, ojos grises y fríos como el hielo, piel bronceada y mandíbula cuadrada escondida bajo una barba de, posiblemente, una semana. Llegó hasta la silla tropezando con ella para que no se diera cuenta de que lo veía perfectamente, incluso sin luz, y se sentó.
—¿Qué tal estás? ¿Te has adaptado bien? —quiso saber el traficante.
—Bien, señor. La verdad es que mis compañeros me han acogido como uno más desde el primer día. No puedo quejarme de nada.
—Me alegro de oír eso. Te he hecho venir porque yo sí tengo algo por lo que quejarme. Me he enterado por una de mis fuentes que tengo un policía infiltrado en mi casa.
—¿Quiere que lo encuentre? —inquirió Héctor sin expresar ninguna emoción en su rostro o en su mirada.
—Sé quién es. Lo que no me explico es cómo ha conseguido engañarme a mí o a mi capitán. Pero, bueno, vamos a solucionarlo en poco menos de un minuto. He hecho unas llamadas y he podido conseguir el expediente de esa rata. Lo cierto es que estoy impresionado por todo lo que ha hecho. Míralo por ti mismo —el jefe le ofreció la carpeta marrón que tenía en sus manos.
El muchacho cogió los papeles sin dudar y abrió la carpeta. Intentó que la sorpresa no se notara en sus ojos cuando vio su foto y su expediente delante de él.
La puerta del despacho se abrió para dejar paso a cinco de sus compañeros durante las dos semanas anteriores, todos armados.
Héctor dejó los papeles en la mesa y observó cómo los hombres a su espalda lo rodeaban.
—Supongo que estoy despedido —confirmó al levantarse despacio.
—Supone bien, inspector jefe Alberdi. Lleváoslo.
Uno de los hombres armados se acercó a él y lo agarró del brazo para llevarlo fuera de la estancia mientras los otros cuatro lo apuntaban con las armas.
Los seis hombres salieron de la mansión y se alejaron unos metros para casi entrar en la selva que los rodeaba.
—Detente —le ordenó uno de los armados—. Date la vuelta.
Héctor los miró a los ojos con una leve sonrisa en los labios.
—Apuntad —ordenó otro hombre preparado con el arma en alto—. ¡Disparad!
Todos apretaron el gatillo, pero no ocurrió nada. Miraron desconcertados el pequeño bloque de arena que impedía que el gatillo llegara hasta el final para dejar libre la bala.
—¿Qué es esto? —inquirió uno de ellos sin comprender cómo había llegado hasta ahí la tierra.
—Me temo que mi despido se va a posponer —apuntó el chico desabrochando los botones de su camisa y los pantalones.
—Me parece que no —el superior de los hombres armados sacó un cuchillo de su cinturón y se abalanzó sobre el elemental.
El muchacho lo esquivó sin dificultad y sin dejar de observar a los cuatro que seguían intentando disparar. Héctor le quitó el cuchillo a su asaltante y se lo clavó en el muslo para inmovilizarlo durante una fracción de tiempo, el suficiente para convertirse en un ratón y adentrarse en la selva seguido de sus captores.
—¡Matadlo! —les gritó el herido mientras sujetaba el arma afilada aún clavada en su pierna.
Los cuatro armados corrieron por la selva disparando a diestro y siniestro. No veían al objetivo, pero no les importaba.
El pequeño ratón se escondió detrás de unos matorrales y cambió a su forma humana cuando uno de los tiradores lo pasó de largo. Salió del arbusto, se acercó en silencio al tirador y le rodeó el cuello con los brazos en una presa difícil de deshacer.
Héctor apretó el agarre hasta que el cuerpo del hombre se quedó inmóvil. Lo dejó en el suelo de hojarasca y el ratón siguió su camino. El roedor llegó hasta la orilla del río, cambió a la forma felina de la pantera negra y se tiró al agua mansa del caudal.
Estaba llegando a la orilla opuesta cuando sintió un pinchazo en la pata trasera y escuchó un disparo. La cabeza del depredador se giró para clavar sus ojos en el tirador que le apuntaba de nuevo con el rifle. La tierra bajo los pies de éste se movió, reptó por sus piernas y llegó hasta su cuello. Lo envolvió apretando cada vez más el agarre hasta que dejó caer el arma para llevar sus manos hasta la tierra e intentar quitarla, pero no pudo. La arena estaba compacta, como un collarín. El hombre dejó de respirar y cayó al suelo, inconsciente.
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Editado: 11.03.2024