Ya eran las diez de la mañana cuando Aaron apareció en el interior de la casa de su hijo Héctor. Les había dejado dormir un poco más. Lo necesitaban. En la casa estaban a salvo y nadie podía hacerles daño mientras estuvieran bajo la protección del escudo.
El hombre subió la escalera y dio unos golpecitos en la puerta cerrada de la habitación.
—Buenos días, tortolitos. ¿Estáis visibles? —los saludó.
—Entra, papá.
El aludido abrió la puerta y los encontró tumbados en la cama con los ojos medio abiertos.
—Voy a echarle un vistazo a tu pierna.
—Vale —Héctor se incorporó en la cama para quedar sentado con la espalda apoyada en el cabecero—. Dame una buena noticia.
—Malas seguro que no van a ser —pasó sus manos por la pierna de su hijo y observó con atención—. Todo está bien. ¿Por qué no intentas cambiar de forma?
—De acuerdo.
Héctor se levantó, se quitó los pantalones y su cuerpo tembló. En dos segundos, la pantera negra con un mechón blanco en la cabeza apareció delante de ellos. Caminó por la estancia y rodeó la cama para llegar hasta Megan y regresar hacia donde estaba su padre. Volvió a su forma humana con una gran sonrisa en los labios y clavó su mirada marrón en la celeste de la chica.
—Ya está todo bien, pero tampoco te excedas —le aconsejó su padre.
Aaron pasó su mirada de uno a otra y, sin querer, captó lo que ambos pensaban. La temperatura de la habitación aumentaba con cada segundo que esos dos se observaban.
El hombre les dedicó una sonrisa traviesa y se marchó. Cerró la puerta y bajó las escaleras, feliz. En los últimos dos meses, su hijo había estado raro, como decepcionado y deprimido. No había parado de trabajar en misiones que, en otro tiempo, lo hubiera pensado dos veces antes de aceptarlas. Sin embargo, después de esos días angustiosos, su hijo había vuelto a la vida, a ser el mismo que corría emocionado por los bosques de los alrededores de la casa con él.
Aaron salió de la casa y se quedó unos segundos en el porche, contento de ver el regreso de su segundo hijo. Respiró hondo antes de transportarse hasta su casa, pero un olor desconocido llegó a sus fosas nasales haciendo que el vello de su nuca se erizara. Sus ojos se entrecerraron y se movieron de un lado a otro con rapidez, buscando al intruso. Estaba cerca, pero no podría entrar en la finca gracias al escudo que la rodeaba.
El hombre bajó los tres escalones del porche sin dejar de buscar a la persona que se atrevía a acercarse tanto a ellos. Sabía que iba a exponerse al peligro, mas no debía dejar el peligro suelto por la isla, cerca de su familia. Abrió la verja de hierro forjado y salió de la protección del escudo dispuesto a encontrar la amenaza.
***
Héctor no podía dejar de mirar a Megan ni ella podía alejar sus ojos de él. Aún no podía creer que aquel hombre estuviera destinado a ella. Su cuerpo desnudo, bronceado y definido parecía llamarla, la atraía como la luz a los mosquitos.
El chico se acercó a la cama y se inclinó hacia ella, apoyando las manos en el colchón.
—Me ha dado el visto bueno. ¿Sabes lo que eso significa? —le preguntó él con la voz más sensual que había podido poner y acompañándola de una sonrisa pícara.
La chica le sonrió, enmarcó el rostro masculino entre sus manos y pegó sus labios a los del joven para dejarle un beso intenso y apasionado que incendió el cuerpo de ambos.
El muchacho la cubrió con su cuerpo, atrapándola entre el colchón y él. Sus manos recorrieron cada rincón de sus curvas hasta llegar al interior de los muslos. Sintió el estremecimiento de ella y clavó su mirada en sus ojos asustadizos.
—¿Estás bien? ¿Quieres que pare?
—No, no pares. Estoy bien.
—¿Segura?
—Absolutamente.
Se dedicaron una sonrisa y volvieron a besarse.
Sin previo aviso, el gruñido de un leopardo llegó hasta los oídos de la pareja que se quedaron quietos de inmediato.
—Mierda —blasfemó Héctor al entender el gruñido.
Se levantó de la cama de un salto, se convirtió en la pantera negra y se marchó de la habitación a todo correr.
—¡Espera! —le gritó la chica corriendo detrás del felino.
La pantera escapó de la protección del escudo y se adentró en el bosque que rodeaba la finca. A unos pocos metros, el leopardo dorado gruñía hacia la copa de un gran roble.
¿Lo conoces? —le preguntó Aaron a su hijo cuando éste se acercó.
«Es un hombre de Ezio. Mi última misión».
Te está siguiendo. Creo que ha avisado a su jefe.
«Tengo que acabar con esto de una vez».
Vas a volver a la selva, ¿verdad? —le inquirió su padre con cansancio. Estaba harto de que quisieran matarlos cada dos por tres.
«Debo detenerlo y entregárselo a Diego cuanto antes».
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Editado: 11.03.2024