Ella apareció en mi vida

1.

Valeri

Camino por el pasillo. El edificio fue renovado hace poco, pero la sensación de desamparo me persigue igual. Ni siquiera las paredes revestidas con madera de un agradable tono café logran salvar la atmósfera. Quizá todo se deba al olor. La multitud que entra y sale deja su rastro: perfumes, alcohol, sudor, comida, cigarrillos… Todo se mezcla en un único aroma: depresivo, sofocante, ácido. Esa mezcla aplasta. ¿Cómo puede trabajar la gente aquí?

La jornada está en pleno auge. Personas por todas partes, un murmullo constante de conversaciones, melodías distintas de teléfonos que suenan. Y yo… con un pensamiento claro: “¿Qué demonios hago aquí?”

Ah, sí. Mi padre decidió sacarme de una larga depresión de la manera más extraña: mostrarme el fondo de la vida. Tras años de experiencia en la mejor firma legal de la ciudad, fui “desterrado”, no hay otra palabra, a un tribunal de barrio como abogado gratuito, al servicio de cualquiera: un alcohólico, una prostituta, una limpiadora, un portero. Así pensó mi padre que me devolvería a la realidad, enseñándome que mis problemas, comparados con los de otros, son polvo que se puede soplar y seguir adelante. Solo que él no sabe cuál es la verdadera tragedia de mi historia. Nadie lo sabe. Solo yo… y ella.

—Buenos días —me acerco al guardia y muestro mi credencial.

—Buenas… —responde sin entusiasmo. Seguramente ve a cientos de personas al día; para él todos somos sombras que preguntan algo, que deslizan papeles por la ventanilla, y él está condenado a soportarlo.

Anota mis datos, me devuelve la credencial y dice:

—Tiene que ir al despacho quince.

El guardia pulsa un botón y el cerrojo eléctrico se abre, dejándome pasar al interior de la comisaría. Para ser sincero, ni siquiera sé con quién me han citado. Enseguida recibiré el expediente y lo revisaré en presencia, digamos, de mi cliente. Ni ganas tengo de adivinar quién será el “afortunado”. Todavía no sabe que, “gratis”, le ha tocado un abogado de verdad, no un recién egresado que busca acumular experiencia antes de conseguir un puesto mejor.

Sin llamar, entro al despacho número quince.

Detrás de la mesa está sentado un hombre corpulento de unos cincuenta años. La chaqueta de su uniforme cuelga del respaldo de la silla, mientras él devora con apetito una hamburguesa.

—¿Y usted quién es? —pregunta, terminando de masticar.

Le muestro la orden y mi credencial. La lee con atención. Las migas del pan caen sobre un documento, pero no parece importarle.

—Ah… entendido. Aquí tiene. —Me entrega una carpeta delgada con la inscripción: “Caso. Ciudadana A.A. Abramóvich”.—Puede revisar el expediente en la sala de interrogatorios número tres; allí está su cliente. Yo pasaré más tarde, ahora tengo otros asuntos.

Sin decir nada, me doy la vuelta y salgo. Sala tres, pues sala tres. Me da igual.

Junto a la puerta de la sala de interrogatorios está un agente de custodia. Me abre y me deja entrar.

Dentro el ambiente es aún más triste que afuera.

En la mesa se sienta alguien. La cabeza inclinada, la visera de la gorra oculta el rostro, y encima lleva la capucha de una sudadera gris demasiado grande para “mi cliente”. Una mano está esposada a la mesa. Es pequeña, con uñas cortas. ¿Será un adolescente?

Lanzo la carpeta sobre la mesa. El golpe suena fuerte, pero la persona no reacciona. Bueno, tampoco me importa.

—Bien… —empiezo la conversación—. A.A. Abramóvich.

—Abramóvich —me corrige con voz agradable.

Levanta la cabeza y me encuentro con unos ojos castaños que me miran como si me dieran la vuelta por dentro. Entrecierra los ojos y una sonrisa torcida aparece en sus labios.

Lo que haya concluido no me interesa. En absoluto. Ni me afecta.

—Entonces, veamos qué hizo la ciudadana Abramóvich —pronuncio correctamente el apellido, abro la carpeta y bajo la mirada.

Dentro hay apenas un par de hojas. ¿En serio? ¿Eso es todo? ¿Y por esto me trajeron a esta comisaría medio reformada?

No, no soy ese típico hijo de padres ricos que nació con una cuchara de oro en la boca. Aunque, siendo completamente sincero, mi padre no es un hombre pobre. Se ganó su reputación durante muchos años. Y yo nunca quise decepcionarlo, ni con mis actos ni con mis palabras. Por eso estudié solo, con esfuerzo y dedicación. Además, nunca le di mayores problemas. Un empollón, sí, pero también con buena condición física.

Todo cambió de un chasquido de dedos. Una sola persona tomó una decisión que alteró el destino de tres, y al enterarme me desilusioné de todo.

Ni siquiera las vacaciones recientes lograron salvar la situación. Estoy agradecido a mis amigos por su apoyo y por intentar sacarme adelante, pero mientras yo mismo no lo quiera, todo será inútil.

En fin, no importa.

Leo la denuncia del ciudadano Krýsov I.V., en la que afirma que su hija adoptiva, en un ataque de agresividad, lo golpeó en la cabeza con una botella de disolvente, causándole daño físico y, sobre todo, moral. La víctima sostiene que su hijastra es drogadicta, con algún trastorno psicológico, y que lo atacó sin motivo.




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