Embarazo Millonario 3

3. CACERÍA DE HIENAS

—Sonríe, cariño. Eso es, eso es, hermosa.

Mi hija de solo tres añitos sonríe en brazos del padre mientras estoy a su lado con mi traje y la banda de nuestra fundación con los colores de la bandera. Estamos en una de las bibliotecas populares más importantes de nuestra provincia, con un montón de reporteros al frente quienes toman las fotografías que serán para la campaña, para los eventos de asistencia formal, cortesía y presencia de ambos. Eso por un lado, luego viene la parte de las fotografías por separado mientras nuestra hija podrá permanecer de la mano de su abuela bajo sus cuidados. Su vida, últimamente, ha estado signada personal y laboralmente a cuidar de nuestra hija, no está lejos que mi madre en algún momento termine mudándose a casa y con mayor razón aún si llegase a resultar en victoria las elecciones.

Nuestra hija tiene los ojos color miel míos y de mi madre, pero su cabello es ondulado como el de su padre y sus facciones son idénticas a las de él. Imposible negar que somos los padres de esta niña hermosa que lleva nuestros genes y nuestra sangre en cada célula de su ser.

Ella sonríe divertida con los flashes de los fotógrafos delante, aunque no conoce lo tenso que puede llegar a ser tener que mantener la sonrisa durante mucho tiempo ya que rápidamente pide pasar a mis brazos.

—Mami… Mamá...—pide, tirando sus bracitos en mi dirección.

—Sí, cariño, sí, ahora va. Mira un momento hacia la cámara, por favor.

Aunque a ella no le gusta nada la idea y pone rostro de hacer pucheros, por lo que rápidamente debo sujetarla en brazos.

—¿Y si tomamos la fotografía conmigo en brazos?—sugiero.

Teníamos en cuenta que algo así podía llegar a sucede, ya que le gusta estar en brazos del padre, pero la tensión de las cámaras no es lo suyo hasta el momento. Lo que no estaba en los planes es que apareciera entre los fotógrafos Judith, nuestra jefa de campaña quien hizo que tres gobernadores ganen las elecciones en los últimos quince años. Una mujer muy prudente de más de cincuenta años, con una elegancia brutal y una sonrisa impostada propia de quien ha pasado años trabajando para políticos sin corazón, esta vez, tiene en su misión arrancar lo más humano de nosotros.

A mi madre no le cae bien, primero porque es una desconocida a quien tenemos que sentarle enormes votos de confianza y, en segundo lugar, porque tiene ambiciones tan altas que ganar es prioridad en su vida. No tiene marido ni hijos, aunque la prensa la haya captado a veces con chicos muy jovencitos con quienes se sospecha que mantenía amoríos pagos.

—Ohhh, son una familia estupenda, cariño.

Mi hija, Christine, cierra sus bracitos alrededor de mi cuello y reclama permanecer prendida a mí. Rayos, esta niña pesa cada día más. Aún así, es una niña que de solo mirarla es capaz de derretirte el corazón.

—Judith—murmuro—. ¿No podemos hacer un ligero cambio de planes? Algo pequeño. Solo digo… Una o dos fotos con ella en brazos, nunca se sabe…

—Claro—accede y me toma por sorpresa. Aunque sus palabras siguientes cargadas de sarcasmo tienen otra respuesta—. Si tu expectativa es que los votantes te consideren una mujer demasiado cargada con su maternidad como para asumir una presidencia, además de ser la candidata más joven en la historia, con menos de treinta años, pues sí, adelante, hazlo y pierde las elecciones.

—No debe hablarle así a mi hija y a mi nieta—salta mamá.

La miro en modo de reprobación.

—Será mejor que pasemos a las fotografías individuales—propone Judith.

—Cielo—miro a Christine, aunque ella esconde su carita en la curvatura de mi hombro—. ¿Por qué mejor no vas con la abuela un ratito, sí? Mamá debe hacer unas cositas y te buscamos, ve.

Ella me mira, lo mira al padre quien reposa un tierno beso en la frente de su bebita y le dice al oído:

—Vamos, guerrera. Vamos con la abuela, ¿sí? Ahora te buscamos y te llevaremos a tomar un helado, ¿okay?

La nena parece no terminar de comprender del todo las palabras y la situación, pero finalmente cede sin buena manera.

Mi madre saca una golosina con la que termina de acceder.

—Mamá—murmuro—. Ya hablamos de las golosinas.

Aunque es lo que finalmente hace ceder a Christine.

—Ya habrá tiempo de que los dentistas puedan arreglar dientes, bendita seas golosina—esboza Judith y me toma de un brazo para llevarme contra el reflejo de una ventana donde entra el sol—. Acá estás excelente, eso es. Con el sol iluminando el color bellísimo de tus ojos y los libros detrás denotando que no solo eres una mujer valiente sino intelectual, una profesional graduada como lo que eres. Eso es, ahí. Ven, chiquito, ven y dame tu ojo—le dice a uno de los camarógrafos.

Mientras me toca ver a mi madre marcharse con mi hija en brazos quien me mira comiendo algo que le hace mal, pero no más que un vil consuelo ante la falta de presencia de unos padres que parecen estar demasiado ocupados con su vida electoral…

Algún día comprenderás, hija, la importancia de esto para nuestras vidas, lo hago solo para asegurar un futuro de calidad y de seguridad para todos los niños y jóvenes como tú, que el día de mañana tengan otros modelos humanos a poder seguir en el poder.

Hoy, por mientras, solo queda hacer estos...pequeños sacrificios.

A Jesed lo sacan de cámara y Judith le advierte:

—Tú podrías ir a tomarte fotos a la terraza, hay un jardín vertical bellísimo que, sumado a la luz del sol, podría darte una imagen femenina perfecta.

—¿Imagen femenina?—pregunta molesto. Escucho su voz mientras debo esbozar falsas sonrisas a cámara. “De esas que te arrugan las mejillas y te achinan los ojos” dirían nuestros asesores de imagen.

—Sí, hombre. ¡Nuevas masculinidades! La imagen paternalista ya la tenemos y no olvidemos el antecedente de maltrato que tienes con tu propia esposa, debemos mostrar tu costado femenino sin que pierdas la pinta de padre de la justicia.




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