El aire en la oficina se espesó como plomo. El video seguía reproduciéndose, la voz burlona de Sofía llenando el espacio entre ellos:b—¿Kyril? Es tan arrogante que se tragó el cuento del bebé sin pedir pruebas. ¡Le encanta jugar al caballero dolido!
Kyril no apartaba los ojos de la pantalla. Cada palabra era un cuchillo girando en su orgullo.
Dante cruzó los brazos. —Hay más —dijo, deslizando otro archivo hacia adelante—. Registros de las cuentas en las Islas Caimán donde escondió lo que te robó. Y esto... —Un informe de detectives privados que detallaba cómo Sofía había sobornado a un médico para falsificar el ultrasonido.
Sofía palideció. Por primera vez en años, sus labios perfectamente delineados temblaron.
—Kyril, esto no es lo que parece... —Intentó acercarse, pero él levantó una mano.
—¿Cuánto? —La voz de Kyril era un rugido ahogado—. ¿Cuánto robaste para destruirme?
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier confesión. Sofía miró hacia la ventana, donde los rascacielos reflejaban su imagen fracturada.
—No fue solo el dinero —murmuró al fin—. Era joven. Y tú... siempre fuiste demasiado intenso. Demasiado... tuyo.
Una carcajada seca escapó de Kyril. Intenso. La palabra que usaban las cobardes para justificar su crueldad.
Dante interrumpió: —Firmaste documentos comprometedores con el un enemigo de Kyril.
—¡Como si me importara! —Sofía estrelló la taza contra el suelo, las esquirlas de porcelana saltando como lágrimas rotas—. ¡Nunca tendrás tu final feliz, Kyril! ¡Te aseguraré que Valeria y esas niñas...!
Kyril se abalanzó antes de que terminara la frase, empujándola contra la pared con un golpe sordo.
—Si alguna vez —susurró, el aliento caliente contra su mejilla— alguna vez mencionas a mi familia otra vez, olvídate de la cárcel. Te enterraré donde nadie te encuentre.
Sofía rió, pero era un sonido vacío. —¿Ahora amenazas? Pobre niña rica que cree que el mundo sigue sus reglas.
El timbre del teléfono de Kyril cortó la tensión. Era León, el guardaespaldas de su abuelo: Señor, ya todo está listo.
—Terminemos esto —dijo Dante, sacando un documento del maletín—. Renuncia a todas las acciones que robaste, devuelve el 80% de lo que tomaste, y desaparece. O enfrentarás no solo a la justicia... sino a mis conexiones.
Sofía miró el papel, luego a Kyril. Algo en sus ojos se quebró.
—¿Sabes qué es lo más triste? —susurró mientras firmaba—. En otro mundo, podríamos haber sido felices.
Kyril arrancó el documento de sus manos. —En otro mundo, Sofía, ni siquiera te hubiera mirado.
Mientras tanto, en la casa del abuelo..
Valeria abrazaba a las mellizas cuando sonó el celular. El mensaje de Kyril era breve: Todo resuelto. Sofía se va del país. Volveré por ustedes más tarde.
Mía, siempre perceptiva, tocó su brazo: —¿El monstruo se fue para siempre?
Valeria besó su cabeza. —Sí, cariño. El monstruo se fue.
Después de aquel día, todo ahora estaba más ligero, no había amenazas de nadie. Y el sol de la mañana se filtraba por los altos ventanales de la mansión Drakos, iluminando el estudio donde el patriarca, Sergey Drakos, revisaba documentos con su habitual expresión impenetrable. Fuera, en los jardines, las risas de las mellizas rompían el solemne silencio que usualmente reinaba en la propiedad.
—¡Corre, Mía! ¡Nos vas a atrapar! —gritó Lili, esquivando un rosal con la agilidad de una mariposa.
Valeria, con el pelo al viento y una sonrisa que no había llevado en años, las perseguía entre las flores. El Sergey observaba desde la ventana, los labios apretados en una línea fina.
—Ruidosas —murmuró, aunque no apartó la mirada.
Kyril, que acababa de entrar con dos tazas de café fuerte, siguió la dirección de su mirada y esbozó una sonrisa.
—Se parecen a mamá cuando era pequeña, ¿verdad? —dijo, colocando una taza frente a su abuelo.
Sergey no respondió, pero sus dedos se tensaron alrededor de la porcelana. La madre de Kyril, fallecida años atrás, había sido la única persona capaz de ablandar su corazón de piedra.
—No las compares —gruñó, aunque su voz carecía de su habitual dureza.
Kyril no insistió. Sabía que las mellizas, con su energía y su inocencia, ya habían comenzado a hacer lo que nadie más había logrado en décadas: despertar algo en su abuelo.
Esa noche, durante la cena, las mellizas estaban inquietas.
—Abuelo Sergey —dijo Mía de repente, inclinándose hacia adelante—, ¿por qué nunca sonríes?
Un silencio incómodo llenó el comedor. Valeria contuvo el aliento, esperando una explosión de ira. Pero, para sorpresa de todos, el anciano solo arqueó una ceja.
—Porque la vida no es algo de lo que reírse, niña —respondió con seriedad.
—Pero nosotras te hacemos reír —insistió Lili, con esa seguridad infantil que desarma hasta al más frío de los hombres.
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Editado: 21.06.2025