La no cita
ROXXY
Me alejo sin mirar atrás. Bueno, mentira, sí miro, porque escucho que me grita como si estuviera en plena telenovela de las ocho. Pero no me detengo. Porque soy una mujer con carácter. Porque tengo dignidad. Porque ya me tiene harta.
Eso me repito mientras camino a paso apurado, como si mis zapatos fueran cohetes propulsados por la furia.
Hasta que lo escucho.
—¡Estoy sangrando!
Me detengo en seco. Mi consciencia se revuelve como una abuela regañona: ¿Y si de verdad le pasó algo? ¿Y si ahora es tu culpa de verdad, Roxana?
Giro tan rápido que casi me tuerzo el tobillo. Lo busco con la mirada, y ahí está. De pie. Sonriendo. Como si fuera el protagonista de su propio sketch de comedia.
—Te atrapé —dice, encantado de su broma.
—¡Usted está enfermo! —le grito, sintiendo cómo la cara se me enciende de la rabia. Y de la vergüenza. Porque, sí, me había preocupado. Un poco.
Me doy media vuelta de nuevo, decidida a dejarlo por tercera vez. Porque tres es el número mágico de las mujeres inteligentes. Pero lo escucho acercarse y entonces, ahí está otra vez, su mano sujeta mi brazo, suave, como si tuviera derecho.
—Roxxy, espera.
—¿Ahora qué? ¿Va a decir que se le cayó un diente por culpa del golpe y necesita uno postizo?
—No... quiero invitarte un helado. Uno real. Con topping y todo.
Me quedo mirándolo como si acabara de decir que me quiere llevar a la Luna en bicicleta. ¿Un helado? Después de todo el drama, el golpe, los gritos, la clínica… ¿quiere invitarme un helado?
—¿Aunque sea una chiflada? —pregunto con los brazos cruzados, sin saber por qué mi voz sale tan bajita.
—Sobre todo porque eres una chiflada —responde, como si fuera el mayor cumplido del mundo.
Y no sé qué es, si su voz tranquila, su expresión tan segura o el hecho de que, a pesar de todo, sigue ahí… pero suspiro. Fuerte. Como esas mujeres de novelas de época que acaban rindiéndose al duque arrogante.
—Uno. Solo uno. Y no significa que somos amigos, ni pareja, ni nada de eso —le advierto con un dedo amenazante.
—Lo que tú digas, sargenta —contesta, ofreciéndome el brazo como si fuera todo un caballero.
Y sí, puede que esté chiflada. Puede que él también. Pero si voy a terminar mi día acompañada de un dolor de cabeza ajeno, que al menos venga con helado.
Nos sentamos en una mesita al fondo de la heladería. El lugar tiene luces cálidas, paredes color menta y un letrero de neón que dice “¡Endulza tu vida!”. Ajá, como si el azúcar pudiera arreglar este desastre de día.
Él elige el sabor sin dudar: vainilla con chispas de chocolate. Yo me quedo mirando la carta como si fuera un contrato que podía venderle el alma al diablo.
—¿No sabes qué quieres? —pregunta con esa sonrisita de hombre que cree tener el mundo resuelto.
—Estoy decidiendo si quiero algo dulce o algo que me recuerde lo amarga que ha sido mi tarde —le respondo sin mirarlo.
—Entonces deberías probar el sorbete de limón. Amargo, ácido y refrescante. Como tú.
Le lanzó una mirada que dice “otra y te devuelvo el sartenazo”, pero termino pidiendo un helado de fresa. Porque sí. Porque las fresas no me juzgan.
Nos traen los helados. Él se come el suyo como si fuera un niño en vacaciones, feliz y despreocupado, y yo… bueno, yo intentaba no derretirme. Literal y emocionalmente.
—¿Siempre reaccionas con violencia ante los hombres que tocan tu puerta? —pregunta de repente, como quien pregunta la hora.
—Solo cuando aparecen sin invitación y con aire de sabelotodo.
—Yo tenía invitación —insiste. —El mensaje. El helado. Tu dirección.
—¿Y si hubiera sido un psicópata? —le pregunto mientras giro mi cucharita en el helado, evitando mirarlo.
—Lo mismo digo. ¿Y si hubiera sido un secuestrador en busca de riñones?
Me rio. No quería, pero lo hice. Ese tipo tiene la habilidad de decir las cosas más ridículas con la mayor seriedad del mundo.
—Entonces estamos a mano —digo. —Tú con tu golpe y yo con tu susto.
Hay un momento de silencio. No incómodo. Más bien… tranquilo. Casi bonito.
—¿Sabes? No pensé que responderías. A mi mensaje, digo.
—Yo tampoco pensé que alguien lo leería.
—Pero lo hiciste.
—Y tú apareciste.
Y otra vez ese silencio. Uno donde nuestras miradas se encuentran más tiempo del necesario y mi estómago, traicionero, siente mariposas. O nervios. O indigestión por la tensión.
—No es una cita —digo, tragando rápido.
—No —asiente. —Solo un castigo dulce por una agresión violenta.
Sonrió. ¿Qué demonios está pasando aquí?
Terminamos nuestros helados. Él paga. Yo protesto. Él insiste. Yo acepto. Y ahí está otra vez, ofreciéndome el brazo.
—¿Te llevo a casa, agresora?
—Te acompaño hasta la esquina, víctima.
Y mientras salimos caminando bajo las luces de la ciudad, con el sabor a fresa aún en mi lengua y su suave risa en mis oídos, no pude evitar pensar que… tal vez, solo tal vez, esto no ha sido un error.
Solo tal vez.