La chica del sartenazo
Anthony
Ha pasado una semana. Siete días completos. Ciento sesenta y ocho horas desde que Roxxy cerró la puerta de su edificio con ese “No te acostumbres” aún flotando en el aire.
Y me estoy volviendo loco.
No porque me doliera el golpe —aunque aún tengo una leve marca en la cabeza que mis empleados fingen no ver— sino porque no dejo de pensar en ella. En sus reacciones exageradas, su descaro, su torpeza. En cómo me lanzó agua y luego me ayudó a sentarme como si nada. En cómo se burló de mí, pero me cuidó.
Era todo lo que no debería llamar mi atención. Y sin embargo… aquí estoy.
La busqué en la base de datos del sitio de citas. Eliminó su perfil. En la universidad no aparece en ningún registro como “Roxxy” o “Roxana loquísima que golpea millonarios”. Por un momento consideré enviar a mi asistente a buscarla, pero eso sonaría a acoso. Y si algo me ha quedado claro es que ella no soportaría sentirse perseguida.
Así que hoy, finalmente, me armé de valor y regresé al edificio.
Estoy parado frente a la puerta. No tengo un plan. Solo una estúpida esperanza de que baje la basura o salga a comprar pan. Estoy a punto de darme la vuelta cuando una señora mayor aparece con una bolsa de mandados.
—¿Busca a alguien, joven?
—Sí… eh, una muchacha que vive aquí. Pelo castaño, estatura media, responde al nombre de Roxxy.
La mujer me mira con una ceja arqueada.
—¿Tú eres el del golpe?
—¿Perdón?
—La del 304 contó que golpeó a un hombre por accidente. Dijo que tenía un aire de arrogante millonario. Supuse que exageraba. Pero ahora que te veo…
—Sí. Ese era yo. —Sonrío, sintiéndome ridículamente expuesto.
La señora suelta una risa suave.
—Buena chica esa Roxana. Ruidosa, pero de buen corazón. ¿La buscas por algo en especial?
—Quiero verla. Hablar con ella. Pedirle… no sé, otra oportunidad. O que me golpee de nuevo si quiere. Pero no dejar las cosas así.
La señora asiente y señala hacia arriba con la barbilla.
—Sube. Está en casa. Pero prepárate, no es de las que se impresionan fácil.
Le doy las gracias, mi corazón retumba como si tuviera 15 años. Subo los escalones uno a uno, con el recuerdo de su mirada incrédula quemándome la memoria.
Llego a la puerta. Golpeo suavemente.
—¿Quién es? —pregunta desde adentro.
—Anthony —respondo sin pensarlo.
Silencio.
—¿El del helado? —añade.
—Él mismo. Y esta vez traje dos cucharas.
Otra pausa. Luego escucho el seguro girar. La puerta se abre.
Y ahí está.
Roxxy.
En pijama, con el cabello alborotado y una expresión entre confusión y resignación.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a comprobar si de verdad eras tan insoportable como recordaba.
—¿Y?
—Me equivoqué. Eres peor… pero también eres lo más interesante que me ha pasado en mucho tiempo.
Ella me observa en silencio. Yo solo espero.
—Entra antes de que me arrepienta —dice finalmente.
Y doy un paso al frente, sabiendo que acabo de abrir una puerta mucho más grande que la de su departamento.
Su departamento es pequeño, con muebles desiguales y paredes cubiertas por dibujos, post-its y una que otra prenda tirada como decoración alternativa. Es un caos. Uno muy… auténtico.
Roxxy me hace espacio en el sillón y se sienta con las piernas cruzadas, dándome una mirada que no sé si es de advertencia o de curiosidad.
—¿Y bien, millonario? ¿Qué haces aquí en mi humilde morada con un bote de helado barato?
—Estoy tomando una decisión financiera muy riesgosa —le respondo, abriendo el recipiente y extendiéndole una cuchara—. Invertir en una mujer que me golpea y luego se burla de mí. ¿Quieres?
Ella toma la cuchara con una sonrisa ladina.
—Solo si me dejas el sabor de vainilla.
—¿Quién demonios prefiere la vainilla? —pregunto, horrorizado.
—La gente decente.
Reímos. Por un momento, nos olvidamos de todo. Del contexto, del pasado, de lo absurdo que es que estemos aquí, compartiendo cucharadas de helado en un sofá con una pata coja.
—No puedo sacarte de la cabeza —confieso tras un rato, bajando la voz—. Y no me refiero solo al sartenazo.
Ella baja la mirada un instante, luego me observa, seria.
—Es la primera vez que dejo esa impresión —dice con media sonrisa—. No estoy hecha para tu mundo, Anthony. Apenas si logro pagar el alquiler. Vivo a café instantáneo y arroz con huevo.
—Entonces será un gusto aprender de tus lujos.
—No sería bueno para tus habitos
—Pruebame
—No soportarías ni dos días.
—A que ¿no?
Silencio.
Estoy dispuesto a ganarme su confianza, aunque ni sé para qué, creo que ese golpe me mal de la cabeza. Debería estar en mi oficina firmando documentos o revisando algún proyecto.
TOC, TOC, TOC.
El sonido de la puerta interrumpe el momento.
—¡Roxana! —grita una voz grave al otro lado de la puerta—. ¡O me pagas el alquiler hoy o te saco las cosas a la calle, ¿me oíste?!
Ella se pone rígida. Yo también.
—¿Quieres ver lo que es el verdadero terror? —susurra, cerrando el bote de helado y levantándose.
El momento se evapora en segundos. No me muevo. Porque algo me dice que esto… recién empieza.