Tal vez, no tan rota
Roxxy
Sus palabras siguen flotando en el aire, como si no supieran dónde aterrizar. “Déjame estar”, dijo. No prometió salvarme. No se ofreció a cargar mis problemas. Solo... estar.
¿Y por qué eso me duele más que cualquier grito del casero?
Miro por la ventana. No sé por qué la abrí. No hay brisa. No hay alivio. Solo edificios grises, autos que no paran y una ciudad que parece no tener espacio para los débiles. Para mí.
Cierro las cortinas con manos temblorosas. No por miedo. Es rabia. Frustración. Humillación. Todo enredado en un nudo que me aprieta el pecho y no me deja respirar.
Siento su mirada en mi espalda. Silenciosa. Atenta. No me juzga, y eso me molesta más de lo que debería. Porque una parte de mí quiere que me grite, que me diga qué rábanos hago viviendo así. Que me reclame por no aceptar ayuda cuando la necesito.
Pero no lo hace. Solo espera. Como si entendiera que pelear con mi orgullo sería inútil.
Me giro. Muy despacio.
—No debiste meterte, Anthony —repito, sin la misma firmeza que antes.
—Lo sé —responde, sin moverse—. Pero lo hice igual.
Una respuesta simple. Sincera. Y me deja sin argumento.
Me siento en el borde del sillón, con las piernas apretadas y las manos entrelazadas. El helado se ha derretido en la mesa. Una cucharada más, y parecía que todo se arreglaba. Qué estúpida fui.
Anthony no dice nada. Y eso, por extraño que parezca, se agradece. No insiste. No se acerca como todos los que creen que “saben lo que necesito”. No. Solo espera.
Y odio que eso me conmueva.
—No necesito compañía —murmuro, más para mí que para él.
—Lo sé —responde—. Pero a veces, aunque no se necesite, se agradece.
Cierro los ojos. ¿Desde cuándo un extraño puede ver tan dentro? ¿Desde cuándo me volví alguien que quiere que se quede?
Me cruzo de brazos, el escudo automático. Pero mis dedos tiemblan.
—¿Vas a ofrecerme dinero también?
Él niega, sin molestarse.
—No vine a comprar tu confianza. Solo vine a ver si me dejabas quedarme un rato.
Lo miro. Sus ojos no tienen lástima. Solo una paciencia que no entiendo. Tal vez genuina. Tal vez peligrosa. Pero por ahora, no tengo fuerzas para cuestionarlo.
Él se sienta al otro lado, sin decir nada más.
Tal vez está esperando que me rompa.
O tal vez… está esperando que me reconstruya.
—No estoy rota —digo, mirando un punto fijo en la pared.
—Jamás dije que lo estuvieras.
—Pero tú… —mi voz tiembla, así que cierro la boca. Muerdo el interior de mi mejilla. Respiro hondo—. Tú no sabes lo que es estar colgando de un hilo todos los días. Levantarte y preguntarte si hoy va a ser el día que todo se viene abajo.
—No lo sé. Pero quiero aprenderlo… contigo.
Cierro los ojos. ¿Qué clase de hombre dice eso sin esperar nada a cambio? ¿Qué tipo de persona ve la miseria de otra y no se aleja corriendo?
Una que da miedo. Porque si lo dejo entrar… si bajo la guardia… ¿y si también se va?
—Me las he arreglado sola desde joven. No tengo espacio para ilusiones, Anthony.
—Entonces no te ilusiones —responde él—. Solo deja que alguien más te sostenga… aunque sea por hoy.
Mis defensas, tan sólidas como siempre, se tambalean. Me dejo caer contra el respaldo del sofá. Siento que, si hablo, voy a llorar. Y no quiero hacerlo frente a él.
Pero él no habla más. No me presiona. Solo está ahí.
Y en ese silencio compartido… empiezo a creerle.