El peso de lo simple
Anthony
El silencio de la mañana no se parece en nada al de anoche.
No es denso ni amenazante. Es… frágil. Como si cualquier movimiento en falso pudiera romperlo.
Abro los ojos y me toma un momento entender dónde estoy. El techo no es familiar. Tampoco el sofá, ni el olor a café viejo flotando en el aire.
Entonces la veo.
Está sentada frente a la ventana, en el mismo lugar donde anoche cerró las cortinas con tanta rabia. El cabello recogido en un moño desordenado. Una taza entre las manos. No me ha escuchado despertar. O sí, pero no dice nada. Solo está ahí. Mirando. Pensando. Viviendo en voz baja.
No sé cuánto tiempo llevo mirándola antes de que ella hable.
—¿Dormiste bien?
Su tono no es hostil. Tampoco amable. Solo neutro. Como si no supiera cómo tratarme esta mañana.
—Sí —respondo, incorporándome—. Mejor de lo que pensé.
Ella asiente, sin volver la vista. Parece que eso bastó.
Me estiro con cuidado. La espalda me duele un poco; no nací para dormir en sillones. Pero hay algo reconfortante en el dolor, como si probara que estuve aquí. Que esto no fue un sueño.
—¿Quieres café? —pregunta, sin moverse.
—Siempre —digo, sonriendo.
Se levanta. Sus pasos son suaves, casi cuidadosos. Como si cada movimiento tuviera el peso de una decisión. La sigo con la mirada hasta la pequeña cocina, donde abre un frasco de café instantáneo con gesto mecánico.
Me levanto también.
—Déjame ayudarte.
Ella me lanza una mirada rápida. No es de molestia. Más bien de sorpresa.
—¿Sabes usar esa cafetera?
—¿Está rota?
—Solo hay que golpearla con la palma en el costado antes de encenderla. Si no, hace un ruido como si estuviera masticando clavos.
Obedezco. Le doy un golpe suave y enciendo el botón. Ella lo observa todo con una ceja alzada.
—Vaya. Eres un buen discípulo.
—Soy bueno siguiendo órdenes —digo, mirándola de reojo.
Ríe. Un sonido breve, pero real. Y por un segundo, el aire se llena de algo que no había aquí antes. Ligereza.
Prepara dos tazas. Me pasa una. Se apoya en la encimera, sin alejarse.
—No suelo desayunar con gente —dice, sin mirarme directamente.
—Yo no suelo dormir en sillones ajenos. Pero supongo que ayer rompimos un par de reglas personales.
—No rompimos nada —responde—. Solo hicimos una excepción.
Asiento. No la corrijo. Lo suyo no es fragilidad, es estrategia. La excepción es más segura que la promesa.
Nos sentamos a la mesa. No hay comida. Solo café, y el ruido de la ciudad filtrándose por las paredes. Pero no hace falta más.
—Gracias por no hablar anoche —dice de pronto—. Por no decir ninguna frase de consuelo barata.
—Me pareciste alguien que no necesita frases. Solo espacio.
Me mira. Largo. Como si estuviera decidiendo si creerme o no.
—Eres raro.
—Gracias.
—No era un cumplido.
—Lo sé. Igual gracias.
Sus labios se curvan, apenas. El gesto más parecido a una sonrisa sincera que le he visto hasta ahora. Y juro que por un segundo, siento que el mundo gira un poco más lento.
No hay palabras grandiosas. No hay confesiones. Pero hay algo en esta mañana que pesa más que todo lo dicho anoche.
El simple hecho de estar aquí. De compartir café sin máscaras. De no tener que fingir ser fuertes o completos.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo más? —pregunta, con voz baja.
—Solo si me dejas.
Silencio. Ella termina su café. Mira la taza como si leyera en ella una decisión.
—Está bien —murmura—. Pero no te acostumbres.
—Demasiado tarde.
Rueda los ojos, pero no me corrige. Y ese pequeño acto… se siente como un paso hacia adelante.
No necesito más.
Roxxy no es de las que hablan mucho después del café.
Cuando termina su taza, la deja en el fregadero, se recoge el cabello con una liga improvisada y se pone una chaqueta raída que no abriga nada. Pero no me quejo. Sería como decirle que tiene que cambiar. Y ella ya ha cambiado demasiado para sobrevivir.
—¿Tienes planes hoy? —pregunto, intentando sonar casual, aunque mi pecho late más rápido de lo que me gustaría admitir.
Ella me lanza una mirada desde la puerta. Desconfía. No de mí exactamente, sino de lo que puede significar esa pregunta.
—Tengo clase —responde—. En la uni.
—¿Todo el día?
—Solo hasta el mediodía. Luego trabajo.
Asiento. Me quedo ahí, con las manos en los bolsillos, tratando de no sonar como un imbécil que busca excusas para pasar más tiempo con ella.
—¿Puedo invitarte a desayunar otro día, entonces?
Roxxy arquea una ceja, divertida. Está sorprendida, no por la invitación, sino por mi manera torpe de hacerla.
—¿Invitarme a desayunar es tu manera de coquetear?
—No —digo, aunque no estoy del todo seguro—. Es mi manera de pasar tiempo contigo sin que me corras de tu sofá.
Se ríe, y ese sonido me da más energía que el café.
—Qué creativo.
Hace una pausa, y su expresión cambia.
—Tengo que salir ya o llegaré tarde.
—Te llevo —ofrezco sin pensar.
Ella frunce el ceño de inmediato.
—No es necesario.
—Lo sé. Pero igual puedo hacerlo.
—No necesito que me lleves.
—Tampoco necesitas cargar todo sola, pero aquí estamos —respondo, suave, sin reproche.
Y por un segundo, creo que va a decir que no. Lo veo en su mandíbula tensa, en sus brazos cruzados. Pero luego suspira y baja la mirada.
—Solo porque el tren está lento últimamente —murmura, casi en tono de excusa.
—Por supuesto —digo, sonriendo—. Solo por el tren.
Salimos juntos. No habla en el camino, y yo no insisto. Pone música en la radio. Nada romántico. Rock viejo, letras duras. Y me sorprende que cante por lo bajo. No la interrumpo.
Cuando llegamos, se quita el cinturón sin mirarme.