La noche que cambió todo
Roxxy
Caminar al lado de Anthony es… raro. No incómodo, solo extraño. Como si el universo se hubiera confundido de pareja de baile y ahora me tocara girar con alguien que no debería estar en mi pista.
Pero no dice nada. No pregunta nada. Solo camina.
Entramos a la panadería, y el olor a canela y masa recién horneada me da un golpe cálido al estómago. Me recuerda a cosas que no sé si viví o solo imaginé: un hogar, una mesa llena, una risa sincera.
—¿Chocolate caliente? —pregunta él, con esa sonrisa que me irrita porque es demasiado genuina.
Asiento sin hablar. Me siento en una mesa cerca de la ventana mientras él hace el pedido.
Desde aquí lo observo. Alto, tranquilo, como si este momento no fuera importante. Como si estuviera acostumbrado a estar ahí, a aparecer justo cuando lo necesito. Y eso, claro, me asusta.
Llega con dos tazas y una bandeja con pan de queso y algo que parece croissant, pero relleno.
—No sabía qué te gustaba, así que traje opciones —dice, dejándolo sobre la mesa.
—Eso suena a algo que alguien con plata diría.
Él sonríe sin ofenderse.
—O algo que alguien que quiere impresionar diría.
Lo miro, ladeando la cabeza.
—¿Quieres impresionarme?
—¿Funcionó?
—No lo sé. Dame cinco bocados y te digo.
Comemos en silencio. Él no mira su teléfono. No revisa su reloj. No parece tener prisa por irse. Y eso también me perturba.
—No deberías estar trabajando o algo así —pregunto, sorbiendo el chocolate.
—Probablemente.
—¿Y entonces?
—Estoy donde quiero estar.
Trago con dificultad. No por el chocolate. Por lo que acaba de decir.
No sé cómo responderle, así que no lo hago. Él tampoco espera que lo haga. Y eso, de nuevo, me desarma.
Termino el último trozo de pan de queso, limpio mis dedos con una servilleta y me pongo de pie.
—Tengo que irme.
—¿Quieres que te acompañe?
—No.
—¿Aún así lo haré?
Lo miro. Él se encoge de hombros.
—Me aseguro de que llegues bien. Luego desaparezco.
Suspiro. Este hombre tiene respuestas para todo.
Y sin saber por qué… no me molesta tanto como debería.
✿ ✿ ✿ ✿
El reloj marcaba casi las once cuando me quité el delantal y salí por la puerta trasera del restaurante. El aire estaba espeso, como si la ciudad estuviera cansada también.
No esperaba verlo.
Pero ahí estaba otra vez, apoyado contra su auto, como si el día no le pesara. Como si estar ahí fuera lo más normal del mundo.
—¿Estás siguiéndome o es pura coincidencia? —digo sin humor mientras ajusto la mochila en mi hombro.
—Pasaba por aquí —responde, con esa media sonrisa que no sé si quiero borrar a golpes o guardar en el bolsillo.
—Vas a tener que esforzarte más con tus excusas, Anthony.
—¿Y si dejo de dar excusas?
Lo miro, cansada. No de él, sino de todo.
—No me hagas esto. No seas amable. No me sigas esperando. No intentes entenderme.
—Demasiado tarde —dice. Luego, señala con la cabeza hacia la calle—. ¿Te acompaño?
Quiero decirle que no. Que me deje en paz. Pero el día fue largo, y el camino a casa se siente más oscuro de lo habitual. Y aunque mi boca no dice nada, mis pasos ya se están moviendo hacia su auto.
Subo sin mirarlo. Él tampoco habla. Solo enciende el motor y avanza.
El camino de regreso es más silencioso.
Anthony no habla. Yo tampoco.
Cuando llegamos a la cuadra del edificio, algo no cuadra. Hay un montón de cajas apiladas junto a la puerta de entrada. Mi corazón se acelera, aunque mi mente se niega a entenderlo al principio.
Pero cuando veo mi lámpara azul, la que siempre pongo junto a la ventana… el frío me sube desde los pies.
—No —susurro, abriendo la puerta y bajando de golpe.
Me acerco. Reconozco mis cosas. Mis libros. Mi ropa. Mi taza de “No hables antes del café”. Todo, tirado en cajas y bolsas de basura.
—¿Qué mierda…?
Anthony se detiene a unos pasos detrás de mí. No dice nada. Solo observa.
El casero aparece en la puerta, con cara de pocos amigos.
—Te di una semana más, Roxana. No pagaste. No me diste respuesta. Lo siento, pero no puedo seguir esperando.
—¿Una semana más? ¡Eres un asqueroso, atrevido, puerco, cochino! —me abalanzo sobre él, pero antes de que llegue unos brazos me detienen.
—No vale la pena —dice Anthony.
—Tiempo es dinero. Y tú estás en deuda hace meses. Esto no es personal.
Quiero gritarle. Quiero moldear su cara. Quiero llorar.
Me apartó de Anthony. Me agacho. Empiezo a juntar mis cosas, como si ordenarlas me diera algo de control. Pero mis manos tiemblan.
Anthony se acerca. Toma una caja. No dice nada. Solo carga.
—No necesito ayuda —le gruño.
—Lo sé. Pero no te la estoy preguntando.
Y en lugar de discutir, me muerdo la lengua. Porque sé que si abro la boca, lloro.
Juntamos todo en silencio. La gente pasa, mira. No sé si me reconocen. No me importa.
Cuando terminamos, Anthony abre la puerta trasera de su auto y acomoda lo que puede. El resto, en el baúl.
Me quedo parada en la vereda. Vacía.
—¿A dónde vamos? —pregunta él, desde el asiento del conductor.
Lo miro.
—No tengo idea.
Él asiente despacio.
—Entonces elegimos un lugar mientras manejamos.
Y eso hacemos.
O al menos… lo intento.
Porque lo único que puedo pensar, mientras dejo atrás ese edificio miserable, es que por primera vez en mucho tiempo no estoy sola.
Y eso da miedo. Pero también... un poco de alivio.