Un techo desconocido
Roxxy
No hablamos durante el camino.
La ciudad pasa por la ventanilla como si no existiera. Luces, ruidos, gente... todo borroso. No puedo pensar. No quiero hacerlo.
Anthony maneja con calma. No pone música. No pregunta nada. Solo conduce. Y, de alguna forma, eso me tranquiliza.
Cuando estaciona frente a un edificio elegante, lo miro confundida.
—¿Dónde estamos?
—En mi casa —responde, como si no acabara de invitarme al infierno o al paraíso.
—No necesito que me salves, Anthony.
—No lo estoy haciendo. Solo te ofrezco un sofá y un techo. Lo que hagas con eso… es tu decisión.
Me quedo quieta. Estoy cansada, agotada, herida. Decir que no sería más fácil si no estuviera tan cerca de romperme.
Así que asiento.
Subimos en silencio. El ascensor es moderno, el tipo que hace que mis zapatos desgastados se sientan fuera de lugar. Pero él no mira mis pies. Solo espera a que entre. Como si no notara la diferencia entre nuestros mundos.
El departamento es amplio, sobrio, limpio. Paredes grises, muebles elegantes. Frío. Pero acogedor.
—Puedes usar el baño. Hay toallas limpias en la repisa. Y el sofá se hace cama, por si prefieres más espacio.
Asiento otra vez. Mis palabras están atrapadas en la garganta.
Camino hasta el sofá. Me siento. No me quito los zapatos. Solo… me quedo ahí. Mirando la nada.
Anthony desaparece unos minutos. Lo escucho moverse en la cocina, el sonido del microondas, una taza sobre la mesa. Cuando vuelve, deja una infusión caliente frente a mí.
—No tiene cafeína. Por si quieres dormir.
Lo miro.
Y es en ese instante, cuando no hay más que silencio, cuando no hay nadie mirando para juzgarme, cuando no hay calle ni casero ni cajas, me quiebro.
Primero son los ojos que se humedecen.
Luego, el nudo en la garganta que ya no puedo contener.
Y después, el llanto. No un sollozo bonito de película. No. Es un llanto torpe, desordenado, como si me desgarraran desde adentro.
Me cubro la cara con las manos. Me odio por llorar. Me odio por haber llegado hasta esto.
Siento que el sofá se hunde a mi lado. No dice nada. No me obliga. Solo... está.
Y luego me abraza.
No con lástima. No con prisa. Me abraza como si sostuviera los pedazos que se me están cayendo.
—Estás a salvo —susurra, apenas rozando mi oído.
Y, por primera vez, me permito creer que es verdad.
Cuando me doy cuenta de que estoy llorando en los brazos de Anthony, me aparto bruscamente. Me limpio la cara con la manga como si eso borrara la vulnerabilidad.
—Lo siento —murmuro, sin mirarlo.
—No tienes que disculparte —dice él con calma, sin moverse del lugar.
Me pone incómoda su tranquilidad. Me recuerda que él está acostumbrado a los desastres… solo que los suyos son probablemente financieros y con trajes de diseñador. No una chica con toda su vida en cajas de cartón.
—No es que llore todo el tiempo —digo, como si tuviera algo que probar.
—Lo sé.
No pregunta nada. No se ofrece a “arreglarlo”, y lo agradezco más de lo que puedo explicar.
Me pongo de pie. Necesito moverme, respirar.
—¿Tienes una manta? No quiero invadir más de lo necesario.
Asiente, se levanta y va por una. Me la extiende, sin contacto, sin palabras extra.
—Gracias.
—Si necesitas algo, estaré en la habitación del fondo. Toca la puerta, no muerdo.
—No parece que no muerdas —le lanzo, sin pensar.
Él sonríe apenas. No responde. Solo se aleja.
Cuando se encierra en su habitación, dejo escapar un suspiro. El departamento vuelve a quedar en silencio. El tipo de silencio que no pesa, solo... acompaña.
Extiendo la manta. Me acuesto en el sofá sin quitarme del todo la ropa. No porque no confíe, sino porque no puedo relajarme del todo.
No todavía.
Pero mientras cierro los ojos, con la manta cubriéndome hasta el cuello, me doy cuenta de algo: estoy en casa de un hombre que no conozco del todo, con mi mundo patas arriba y sin un plan claro.
Y, aún así… me siento más segura que en mi propio apartamento de mierda.
Y eso, por muy peligroso que sea, también dice algo.
Anthony
Cuando ella se baja del auto y empieza a mirar mi edificio como si fuera una trampa, no digo nada. Sé que cualquier palabra de más va a sonar como lástima. Y en el poco tiempo de conocerla me he dado cuenta que Roxxy odia la lástima más que cualquier otra cosa.
Abro la puerta con el llavero y dejo que sea ella quien dé el primer paso. Tarda unos segundos, pero lo hace. Aunque le cueste. Hay algo en ella que no se rinde, aunque esté rota por dentro.
La observo con disimulo mientras entra. Mira a su alrededor sin tocar nada. Como si cada objeto pudiera explotar si lo rozara. Se mantiene firme, erguida, como si este lugar le recordara que no pertenece aquí.
No la corrijo. Porque no quiero que pertenezca a ningún lugar que no elija por sí misma.
Le señalo el sofá. Le doy espacio. Traigo una manta sin hacer preguntas. Ella la recibe con un murmullo seco. Me lo esperaba.
Cuando vuelvo a mi habitación, no cierro la puerta del todo. No porque espere que venga a buscarme. Sino porque quiero escuchar si llora otra vez.
Y lo hace.
Silenciosa. Como si se tragara los sollozos uno por uno, como si llorar fuera otro acto de debilidad que se reprocha a sí misma.
No me acerco. No esta vez.
Porque no vine a rescatarla.
No soy un héroe. Ni ella una víctima que quiera ser salvada.
Pero hay algo en cómo lucha sola contra todo que me molesta más de lo que debería.
Podría decirle que tengo espacio. Que no tiene que irse mañana. Que se quede hasta que se acomode.
Pero no lo haré esta noche. No ahora que está bajando la guardia lo suficiente como para respirar. Lo último que necesita es que sienta que debe agradecérmelo.