Grietas qué nos asustan
Anthony
He tenido días más ocupados. Juntas con inversionistas, contratos, reuniones eternas. Pero hoy… no fue el trabajo lo que me agotó. Fue contenerme.
Desde que Roxxy está aquí, todo se siente distinto. Más humano. Más real. Y también más frágil.
La escucho moverse por el departamento como quien trata de no molestar a nadie. Siempre en silencio, siempre en guardia. Como si todo lo que toca pudiera romperse. Como si ella misma fuese una bomba con la mecha corta y el corazón hecho trizas.
Pero no se rompe.
No como uno espera. Lo hace de formas casi imperceptibles: dejando una taza mal lavada, olvidando apagar la luz del baño, quedándose quieta por más de lo necesario frente a una ventana. Grietas pequeñas que revelan más de lo que dice.
Y yo las observo. No por curiosidad. Por respeto.
Esta noche la encuentro en la cocina. Camiseta grande. Pies descalzos. Está preparando un té y no se da cuenta de que la miro.
—¿No puedes dormir? —pregunto desde el marco de la puerta.
Se sobresalta un poco, pero asiente sin hablar. Me acerco, despacio, como si romper ese momento pudiera espantarla.
—¿Pesadillas?
—No siempre. A veces es solo… la cabeza —responde con voz baja.
—¿Quieres hablar?
—¿Y si no tengo nada que decir?
—Entonces me siento aquí y tampoco digo nada.
Ella me lanza una mirada fugaz. Como si no supiera qué hacer con alguien que no quiere arreglarla. Solo acompañarla.
Nos sentamos en la pequeña mesa de la cocina. Dos tazas de té tibio entre nosotros. Afuera, la ciudad duerme. Aquí adentro, nosotros apenas aprendemos a respirar juntos.
—¿Alguna vez sentiste que si hablabas en voz alta, todo se venía abajo? —murmura, sin mirarme.
—Sí.
—¿Y lo hiciste igual?
—Lo hice igual… y me rompí. Pero fue la única forma en que supe qué valía la pena sostener.
Ella se queda en silencio. Bebe un sorbo. Y por un segundo, parece más niña que mujer.
—Tú no sabes todo lo que he hecho para no pedir ayuda —admite al fin—. Porque cada vez que lo hice, alguien me lo cobró con intereses.
—Yo no te voy a cobrar nada —respondo con suavidad.
—Lo sé —dice, y me mira por fin—. Y eso me asusta más.
No digo nada. Solo le ofrezco mi mano. No para tomar la suya. Solo para que sepa que está ahí.
Y ella no la toma.
Pero tampoco la ignora.
Solo la mira.
Como si por primera vez, creyera que podría hacerlo… si se atreve.
La noche es tranquila. Apenas se escucha el zumbido lejano del tráfico y el tictac sutil del reloj sobre la repisa. Roxxy está sentada frente a mí, con una taza de té en las manos.
Mi mano sigue sobre la mesa. No la obliga a tomarla. Solo la dejo, como quien planta una flor en medio del asfalto.
—Estuve casado una vez —digo en voz baja, sin preámbulos.
Ella alza la vista, sorprendida. No por el hecho, quizás, sino por la forma en que lo digo.
—Fue hace años. Un matrimonio por conveniencia… empresas, firmas, números. Creí que conocía a la persona con la que me casaba. Pero no era así. Me dejé llevar por lo que otros decían de ella. Me equivoqué. Y… me fui.
Silencio.
Ella no dice nada. Solo observa. Espera. Como si entendiera que eso no era todo.
—No supe verlo en su momento. Me tomó años entender que no siempre lo que otros dicen es verdad. Que juzgar sin escuchar… puede destruir algo que ni siquiera tuviste tiempo de conocer.
Roxxy baja la mirada. Sus dedos juegan con el borde de la taza. No me atrevo a preguntar en qué piensa.
—¿Y por qué me cuentas esto a mí? —susurra.
—Porque no quiero repetir la misma historia —respondo—. No contigo.
Vuelve a alzar la mirada. Sus ojos brillan con algo que no logro descifrar del todo. Vulnerabilidad. Duda. Tal vez, solo tal vez, un poco de apertura.
—No quiero que me debas nada, Roxxy. Solo quiero que sepas que, aunque soy un extraño… puedes confiar en mí. No para solucionarte la vida. Solo para quedarme. Para escucharte si alguna vez necesitas hablar.
Ella no responde. Pero sus hombros se relajan apenas. Un milímetro. Como si mi sinceridad hubiera empujado una grieta en su muro. Pequeña. Pero ahí está.
Y por ahora, eso me basta.
Roxxy
Trago saliva. No sé qué decir. Porque, por primera vez, veo a Anthony sin escudos. Sin corbatas ni sarcasmo ni esa sonrisa de tipo seguro que todo lo puede. Veo al hombre que perdió algo irremplazable.
—¿Por eso estás aquí? —pregunto, despacio—. ¿Por eso insistes conmigo?
Él se queda callado un segundo. Luego asiente.
—Porque ahora sé que escuchar es más valiente que juzgar. Que quedarse es más difícil que irse. Y porque vi algo en ti que nadie más parece ver.
Mi garganta se aprieta. No por pena. Por reconocimiento. Porque, en el fondo, yo también he querido que alguien vea más allá de mis defensas.
—¿Y si también es tarde para mí? —susurro.
—Entonces nos quedamos en ese “demasiado tarde” juntos —responde.
Me río por lo bajo, aunque hay un nudo en mi pecho.
—Tu vida suena como una telenovela deprimente.
—La tuya también.
Nos miramos.
Y por primera vez, no hay espacio entre nosotros.
Solo verdad.
Solo… nosotros.
Y aunque mi cuerpo sigue alerta, y mi mente me grita que no me deje llevar, hay una parte de mí que quiere quedarse justo ahí. Que no quiere correr. Que quiere dejar de cargarlo todo sola.