25 de diciembre del 2016
Por primera vez en toda mi vida, me negué a la idea de hacer una fiesta. Incluso si las fechas estaban separadas por horas, me era imposible quitarme de la cabeza que al día siguiente se cumplía un año desde que nos dejó mi difunto abuelo.
Habían sido meses difíciles, de un momento a otro pareció que todo se había puesto de cabeza. Bueno, más de lo normal. Mi abuela materna, Devora, reapareció la misma noche en que Ronald murió, pidiendo una segunda oportunidad a su familia y en especial a su hija mayor, mi madre, para enmendar sus errores.
Tía Carely y mi mamá se negaron. Mis hermanos se mantuvieron fríos como el hielo, aparentemente tampoco les agradaba y se les hacía muy sospechoso que justo regresara cuando Ronald murió —cosa que luego descubrimos que no fue casualidad—. Resulta que Carely y mi abuelo discutieron días antes de que lo internaran, Ronald había recuperado el contacto con Devora y aseguró que estaba arrepentida de lo que sucedió, mi tía se sintió traicionada y no quiso saber más del tema.
El abuelo quería que madre e hijas se reconciliaran, pero los únicos que lo medio entendíamos, sorprendentemente, eran los que menos tuvieron que ver: papá y yo; así que, confabulamos en su contra, por decirlo de alguna manera, y tuvimos un acalorado encuentro con la abuela Devora. Concluimos que era sincera, pero el problema era tan personal que la única manera de que funcionara era ponerlas a las tres en la misma habitación y que hablaran.
Con mucha suerte se arreglarían sin que, en el peor de los casos, se mataran ahí mismo.
¿Qué fue lo que la abuela les hizo para crear tan dramática situación? Nunca tomó su papel como madre en serio y mamá prácticamente tuvo que criarlas, a su hermana y a ella. El abuelo trabajando todo el día, apenas si podía cubrir los gastos de la familia sin la colaboración de su esposa, que en lugar de ahorrar gastaba el dinero en alcohol y su obsesión por el centro de bingo.
¿Qué cómo sabía todo esto? Mis hermanos no se cortan cuando se trata de hablar de alguien que realmente odiaron. A decir verdad, ya una vez intentaron de hacer las paces y los morochos fueron el sebo; una tarde cuando yo apenas era una bebé mi mamá tenía una entrevista de trabajo muy importante y no contaba con nadie que los cuidara, así que, como última opción, nos dejó con ella y las cosas no terminaron nada bien.
En parte fue nuestra culpa. Camilo siempre ha sido el más chistoso de la familia y pues, se pasó de payaso y le hizo una pequeña broma a la abuela, escondiéndole toda su ropa debajo de la vieja cama de mamá mientras se bañaba. La mujer se puso histérica y nos castigó a todos por uno, se arregló más de lo previsto y se fue a tomar unas cervezas con la vecina de la esquina, dejándonos solos, encerrados y sin comer, por al menos treinta minutos.
Treinta traicioneros minutos.
Mis hermanos tenían siete años, no había pan para simplemente comerlo con queso y el almuerzo fue muy ligero. ¿Qué solución hallaron? Hacer malabares y prender la cocina para freír unos huevos y comerlos con el arroz que quedó del mediodía. Creo que no hace falta decir que se quemó todo y el humo que se acumuló hizo pensar que la casa se estaba quemando.
Mamá llegó justo en el mismo momento en que la policía y los bomberos se estacionaron, los vecinos se aglomeraron en la calle y la abuela corría dentro de la casa para sacarnos. No se quemaron más allá de las ollas, pero desde ahí ninguna de las dos se dirigió la palabra porque al fin y al cabo, hiciera lo que hiciera Camilo o nosotros, Devora se supone que debía cuidarnos y a la primera rabieta nos dejó a nuestra suerte, demostrando que no era precisamente la persona más responsable del planeta.
No se supo nada de ella hasta hace un año, cuando un mensaje suyo sacó a mamá del hospital y yo pasé las últimas horas de su vida con mi abuelo; ellas discutiendo en el estacionamiento, una recriminaba y la otra intentaba disculparse, no llegaron a ningún acuerdo.
Desde entonces la abuela ha intentado por todos los métodos posibles, intentar hablar con sus hijas, siendo constante e medianamente insistente; sabiendo donde estudiaba incluso vino a buscarme una vez y esperamos a mamá juntas, pero llegó papá en su lugar y el plan se fue por la borda.
Mamá y mi tía estaban siendo muy tercas, motivos no les faltaban, pero la pobre anciana solo quería ser escuchada, ¿qué tanto le costaba? Es lo pensé en todo momento. Los adultos solo eran niños más crecidos, conscientes y con responsabilidades ridículamente estresantes.
Por otro lado, Devora se estaba poniendo un poco pesada; a medio año volvimos a reunimos con ella y papá le plateó que se sentían presionadas. Con ello la abuela bajó un poco el ritmo, pero ni con eso las convencieron, solo les hizo pensar que por fin se estaba rindiendo.
Durante el desayuno, en la mañana de navidad, mamá parecía de un usual buen humor.
—¡Hasta que por fin nos dejará en paz! —El tono burlón que mi mamá usó me hizo molestar mucho.
—¿Tanto te irrita que tu madre quiera reconciliarse contigo? —Le dije y me miró muy ofendida.
—Son cosas de adultos, Luz —Pero se aguantó al responder.
—Tal vez no sepa todo, mamá, pero eso no me impide ver que las dos están equivocadas —Toda la mesa quedó en silencio; nunca le había hablado así, pero no retrocedí.