25 de diciembre del 2020
Es increíble como un año de oportunidades se puede ir al carajo en cuestión de un par de palabras: virus, pandemia; antes de que pudiera pensar en cómo planear la vengaza para uno de los profesores de Mariana, nos vimos encerrados en una prisión que era nuestra propia casa y, incluso si buscábamos los medios, la situación se nos puso incluso más difícil que los años anteriores.
Control de salida, toque de quedas, los bloqueos para trabajar, alcabalas molestas, medios estrictos para salir a comprar comida, ni hablar de los servicios de gas natural y transporte público, los estudios también perdieron sentido; todo eso, sumado al miedo social, desató de ser posible, otro caos en mi país.
Total, que hablar directamente con las personas que quiero ya no se pudo. Cómo nunca agradecí nacer en una época moderna en que podía comunicarme a la distancia, pero hasta eso me empezaba a aborrecer. Algo triste es que de no ser por mi hermanita y mis padres tal vez olvidaría lo que se sentía abrazar a alguien.
Mis hermanos, diablos, como nunca necesitaba de ellos; aun si hablábamos casi a diario, despertar esa mañana no se sintió igual a la de mis quince años cuando aparecieron de golpe en mi cama y me molieron a abrazos.
Mariana, Sofía, incluso el marico de Andrés, alguien que si aparecía en ese momento incluso lo besaría. Cielos, no sabía de él desde que su teléfono se dañó en plena pandemia; sus charlas tontas, sus bromas, chistes crueles y trivialidad. De pequeña añoraba amistades así y ahora todo se veía tan lejano.
Deseaba a mi familia unida de nuevo.
Deseaba estar con mis amigas.
Deseaba decirle a ese tonto muchas cosas.
Deseaba una mínima estabilidad en mi país.
Deseaba regresar en el tiempo y no ser consciente de lo mal que están las cosas.
Pero, sobre todo, deseaba repartir abrazos.
Pero ahí estaba, tomando un café en la sala de mi casa mientras miraba llover afuera por la ventana, envuelta en una sábana para aliviar un poco el frío. El reproductor de la sala tocaba un mix de gaitas, desde la cocina mi hermanita comía con papá un par de hallacas que nos regalaron las vecinas; este año ni eso pudimos hacer.
—¿Mi Luz, comiste? —preguntó mamá al pasar y asentí en silencio, dejando la taza en la mesita de centro.
—La señora Samanta tiene una mano brutal para los guisos —Sonreí recordando el sabor de la comida.
—A esa mujer cualquier guiso le sale bueno —Rió por lo bajo y se sentó en el sofá del frente.
Noté una bolsita en su mano y alcé una ceja. Mamá se dio cuenta y sonrió.
—¿Y eso? —inquirí de todos modos, me lo extendió.
—Te he visto algo deprimida, así que a último minuto fui y lo compré —Tuve que tragar saliva, podría llorar ahora si quisiera—. Han pasado muchas cosas, pero espero esto lo compensa un poco. Feliz navidad y feliz cumpleaños, mi Luz.
Abrí y lo saqué: dos barras de mi chocolate favorito. Sonreír se me hizo difícil ante el nudo de mi garganta, pero no me impidió acercarme y darle un fuerte abrazo, agradeciéndole con la voz quebrada.
Unos segundos después unos intrusos se unieron al abrazo y nos quedamos ahí un largo rato; papá e Isabel fueron los primeros en soltarse y luego mamá los imitó, dejándome espacio para secarme las lágrimas. Entonces, abrí el chocolate y lo repartí entre cuatro; el otro me lo comería después.
Pasada las horas, Isabel empezó a sentir sueño y mis padres la llevaron a dormir. Yo por mi lado, me quedé en el sofá y volví a ver el patio quitándome la sábana, la lluvia había dejado de caer y el frío disminuía.
Fue extraño que. cuando empezaba a sentirme cansada, sentí el teléfono vibrar y lo tomé para responder. Igual no tenía nada mejor que hacer. Era un mensaje de un número desconocido.
«No llores más, he vuelto», decía y sonreí ampliamente. Solo había alguien que me escribiría algo así.
«¿Qué quieres? ¿Un pedestal?», respondí y no tardó en aparecer su respuesta.
«Luego de un beso de bienvenida, claro», reí.
«Sueña», aunque no sonaba mal.
«¿Contigo? Toda la vida, pero ya eso lo sabes», reí de nuevo.
«Ya lo he olvidado».
«¿En serio? Eso está mal. Bueno, luego lo arreglamos».
«Al menos que puedas aparecerte mágicamente con Mariana y Sofía…», suspiré enviando.
«Tal vez pueda, ¿nos alojas en tu casa?», entreabrí la boca y fruncí las cejas.
«Espera, ¿en serio?».
Esta vez tardó en responder, pero cuando lo hizo me llegó una foto, en donde aparecía los ojitos de Andrés asomándose por encima de una hoja en donde escribió: «felicidades, yo soy tu regalo, bebé». Reí escandalosamente, negando por lo bajo y pensando en cómo rayos responder, cuando de repente llegó un último mensaje:
«Nos vemos en año nuevo. Te extrañé, Luciérnaga».