En la Oscuridad, la Luz.

Capítulo 1: La Oscuridad que Nos Rodea

El pequeño pueblo de San Miguel no era diferente a muchos otros en su tranquilidad aparente. Sus calles adoquinadas, bordeadas de casas pintorescas y flores florecientes, ocultaban un sinnúmero de historias. Sin embargo, mientras los rayos del sol tocaban con suavidad cada rincón, muchas almas dentro de sus muros se enfrentaban a batallas silenciosas. Entre ellas, la del padre Miguel, un sacerdote cuyo espíritu, una vez vibrante, estaba sumergido en la penumbra.

Aquella mañana, mientras el sonido del campanario resonaba invitando a la misa de las diez, Miguel se encontraba absorto en sus pensamientos. Los rostros cansados de sus feligreses regresaban a él en oleadas, cada uno cargando su propio peso de sufrimiento. La tristeza parecía haberse arraigado en el pueblo; las sonrisas que solían adornar las caras de los habitantes eran cada vez más escasas. Miguel sabía que algo grande estaba en juego, aunque no lograba identificar qué.

Mientras preparaba el altar, sus pensamientos se deslizaban hacia su propia vida. Había llegado al sacerdocio con el fervor de un llamado divino, una pasión inquebrantable por curar y guiar, por ser faro de esperanza para los que se encontraron en la oscuridad. Pero con el paso de los años, esa luz se había atenuado, convirtiéndose en una tenue luz de vela que apenas iluminaba su camino.

“¡Padre Miguel!” La voz de Marta lo sacó de su trance. Ella era una madre soltera que solía buscar refugio en la iglesia. Con sus ojos oscuros llenos de lágrimas, se le acercó, su expresión reflejando la angustia de alguien que ha perdido la esperanza.

“¿Qué te preocupa, hija?” Miguel preguntó, forzando una sonrisa que no alcanzó sus ojos.

“Es mi hijo, Andrés. Está perdido, atrapado en un mundo del que no sé si regresará. He orado sin cesar, pero siento que mi fe se desvanece.” Su voz temblaba con cada palabra, como si hablara de un alma en peligro.

Miguel sintió un dolor familiar en su pecho. “La fe a veces se enfría, pero siempre hay un camino de regreso.” Intentó infundirle consuelo, deseando poder sentir la misma certeza en su interior.

“Tengo miedo, padre. ¿Qué debo hacer cuando la luz parece tan distante?” preguntó Marta, la desesperación evidente en su tono.

“La luz no siempre se encuentra en lo que vemos. A veces, se encuentra en el corazón que sigue buscando, aun cuando todo parece en contra,” Miguel respondió, utilizando las mismas palabras que deseaba creer para sí mismo.

Tras unas palabras más de aliento, Marta se marchó, dejando detrás de sí un aire pesado de incredulidad. Miguel se quedó mirando el altar, las velas parpadeando como sus propios pensamientos. En ese momento, supo que necesitaba más que consuelo. Necesitaba una guía en su propia oscuridad.

Durante la misa, cada oración se sentía como un eco vacío. Las palabras que solían resplandecer con significado ahora se deslizaban por sus labios sin calar en su corazón. Se dio cuenta de que muchos de sus feligreses parecían acompañarlo en esa desconexión. La iglesia, un lugar de esperanza, estaba yendo a la deriva, y la sombra del desánimo amenazaba con devorarlo todo.

Al finalizar la misa, se acercó a un grupo de hombres que discutían animadamente sobre la situación del pueblo. Desde la sequía que azotaba los campos hasta la creciente desesperación entre la juventud, las preocupaciones eran abundantes. Miguel se unió a la conversación, buscando conexión.

“Cada día es más difícil,” comentó uno de ellos, Martín, mientras se pasaba una mano por el cabello canoso. “Los jóvenes se van, buscan oportunidades en otros lugares. Este lugar se está quedando vacío.”

“Sí, y los que quedan parecen perderse a sí mismos,” agregó otra mujer con voz entrecortada. “Las adicciones están devorando a nuestras familias.”

Miguel, sintiendo que cada fragmento de su pueblo se desvanecía, habló con la resolución que por dentro aún intentaba agarrar. “Debemos encontrar la manera de unirnos y sostenernos unos a otros. No estamos solos en esto. La fe y la comunidad pueden ser nuestro refugio.”

Pero a medida que sus palabras flotaban en el aire, una impotencia creciente se alzaba en su corazón. ¿Cómo puede uno guiar a otros a la luz cuando se siente vulnerado por la oscuridad?

Tras la discusión, se retiró a la sacristía donde la soledad parecía abrazarlo. Encendió una vela y se arrodilló en oración, buscando la conexión perdida con el Dios al que a menudo hablaba sin sentir respuesta.

“Señor, ayúdame a ser la luz que este pueblo necesita,” susurró, con la sinceridad de alguien que longaba más por respuestas que por certezas. “Permíteme ver la esperanza en medio de esta desesperación.”

Y así, comenzó un viaje de redescubrimiento que lo llevaría a explorar no solo la fe de sus feligreses, sino también la suya. Miguel tomó la decisión de escuchar las historias de aquellos que cruzaban su camino, las mismas historias que lo guiarían a enfrentar su pasado y su propia oscuridad.

Con el paso de los días, establecería encuentros en la iglesia, no solo para orar, sino para compartir. Para permitir que el dolor se expresara a través de las palabras. Descubriría que las verdades ocultas en sus corazones eran realmente el primer paso hacia la sanación.

A medida que la bruma de la desesperación comenzaba a disiparse, Miguel se dio cuenta de que cada historia que surgía en la comunidad era una chispa de luz que le recordaba su propósito. Y aunque su viaje apenas comenzaba, ya latía en su pecho la promesa de un nuevo amanecer.




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