En la Senda de la Fuerza Eterna

Capitulo 18 El santuario de lo Inquebrantable

La cápsula exhaló un suspiro helado, como si al rendirse admitiera que la muerte no había terminado su trabajo. Un destello tenue recorrió las juntas metálicas, y la compuerta comenzó a abrirse lentamente, liberando vapor frío, con el sonido de algo que despierta sin saber si todavía merece hacerlo.

Sebastián no apartó la mirada.
Estaba solo con ella.
Solo con Virka, a su costado, y Narka sobre su hombro.
No había testigos externos.
No había voces de mando.
Solo ellos tres y el eco de lo que quedaba de un corazón de madre.

El rostro de Elena Solís emergió del vaho, pálido, entero, con la serenidad detenida de un sueño largo y cruel. La piel morena clara parecía haberse dormido el mismo día que Sebastián la vio morir. El cabello oscuro caía como un velo solemne, enmarcando el óvalo de un rostro donde la muerte se quedó callada. Sus manos reposaban cruzadas sobre el vientre, quietas, protectoras, como si aún esperaran abrazarlo.

Sebastián dio un paso al frente.
No tembló.
Pero algo en su garganta se endureció, como una piedra quemada.

Sacó el cuaderno de tapas gastadas —el que había guardado contra su pecho desde que lo recogió del apartamento—, y lo colocó con cuidado sobre el pecho frío de Elena, acomodando sus manos alrededor del libro como un último rezo, una plegaria muda.

—Este libro es tuyo —susurró—. Para que sueñes con él… si puedes soñar donde estás.

Respiró profundo. Y la alzó en sus brazos.

No fue un acto de fuerza sobrehumana.
Fue un acto de hijo.
Un hijo roto, que había aprendido a cargar la muerte y a traer destrucción para crear algo nuevo, pero que aún recordaba cómo sostener a la mujer que le dio nombre.

—Ella entró aquí sola —dijo, con la voz firme—. No saldrá así.

Virka, a su lado, se mantuvo inmóvil, ojos rojos fijos, protectora hasta la médula.
Narka sobre su hombro exhaló un gruñido grave, como un guardián de piedra.

Cuando Sebastián cruzó la puerta de la cámara de conservación, las luces detectaron su salida y parpadearon.
No tardaron en aparecer dos empleados del archivo y un par de guardias, sorprendidos por la escena. Uno de ellos alzó la voz:

—¡Señor! No puede retirarla de esta forma, el protocolo exige una liberación firmada y el traslado médico adecuado!

Sebastián los miró.
No había ira en su gesto.
Solo un brillo incandescente en su mirada espiralada, un abismo que no aceptaba cadenas.

—No pienso dejarla aquí —dijo, sin subir el tono—. Ni permitir que sea un número, ni un estante sellado, ni un archivo muerto.
Es mi madre.
Y sale conmigo.

Los guardias tragaron saliva. Sintieron —sin saber explicar por qué— que aquel hombre con su corona de poder suprimida y esos ojos imposibles, podía convertirlos en polvo con solo decidirlo.
No se atrevieron a moverse.
Solo retrocedieron, dándole paso.

Sebastián ajustó la carga contra su pecho, asegurándose de no doblarla, de no fracturar la dignidad de su madre ni un segundo.
Virka, firme a su costado, caminó a la par.
Narka sobre su hombro emitió un gruñido bajo, como advirtiendo que no era momento de intentar arrebatar nada.

Entonces Sebastián, sosteniéndola con reverencia, miró la puerta que llevaba al mundo de afuera y pronunció despacio, como un eco firme:

—Hoy te llevo de vuelta.
Hoy vuelves a caminar conmigo.

Y dio el paso.
No con rabia.
No con soberbia.
Con un amor tan duro y tan puro que la muerte misma pareció hacerse a un lado.

La salida automática se abrió, y el aire frío del mundo libre rozó la piel de Elena.
Fue un momento sencillo y sagrado.
Un hijo, una madre, y dos compañeros imposibles.
Un retazo de familia que se negaba a pudrirse en los estantes de un sistema.

Y así, con la mujer que le enseñó a nombrar el mundo, Sebastián salió al asfalto de la mañana, para enseñarle que incluso los muertos… podían ser salvados.

El portón automático del archivo se cerró tras ellos con un zumbido apagado, como si no se atreviera a despedir a quien ya no encajaba en su silencio estéril.
El aire exterior los recibió como un latido áspero. Autos, voces, pasos. Un mundo demasiado común para entender lo que Sebastián cargaba en sus brazos.

No la expondría a esa multitud.
No la entregaría a un desfile de miradas huecas.

Respiró hondo.
Su Qi se alzó como un rumor de tormenta contenida. No fue un estallido; fue una caricia densa, envolvente, que descendió desde su centro y cubrió el cuerpo de su madre con la delicadeza de un manto de seda viva. Cada filamento de energía se adaptó a su contorno, la protegió de la intemperie, del polvo, de la indiferencia del mundo.




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