Lucía no dejaba de pensar en aquellos días en los que su ansiedad la había dominado. Sentía una punzada en el pecho cada vez que recordaba sus palabras, sus dudas, la forma en que a veces escribía con más miedo que amor. No era que no confiara en Javier, era que no sabía cómo confiar del todo sin romperse.
Y ahora que las cosas parecían calmarse, que volvían a compartir risas, palabras suaves, pequeñas cosas que volvían a construir el lazo entre ambos, sentía la necesidad de pedir perdón.
Aquella tarde, con el sol colándose por la ventana de su habitación y el celular entre las manos, Lucía escribió lentamente, dejando que cada palabra llevara el peso de lo que había sentido:
“Javi... He estado pensando mucho en todo. En cómo me sentí, en cómo actué, en cómo te escribía con miedo y desesperación. Quiero pedirte disculpas. Sé que no siempre fue justo para ti. No es fácil para mí confiar, no es fácil para mí no imaginar escenarios horribles, y a veces eso me gana. Pero eso no significa que no valore lo que tenemos o lo que me das. Al contrario… a veces me cuesta porque me importa demasiado.”
Esperó unos segundos antes de enviarlo. Dudó. Volvió a leerlo. Finalmente, lo envió. Sintió un vacío extraño, como si algo se desprendiera de su pecho. Y al mismo tiempo, sintió alivio.
Javier no respondió de inmediato. Pero cuando lo hizo, su mensaje fue breve y cálido:
“Lucía… gracias por confiar en mí. No tienes que disculparte por sentir. Estoy aquí. Siempre que quieras hablar, siempre que necesites entenderte, voy a estar.”
Lucía apretó el celular contra su pecho, y sonrió. No era solo lo que decía, era cómo lo decía. Había algo en Javier que la hacía sentir que no tenía que esconderse, que podía ser ella, rota o completa, y aún así ser querida.
Aquella noche durmió con una paz que no había sentido en semanas. Sabía que aún había cosas que sanar, pero también sabía que estaba aprendiendo. Poco a poco, paso a paso. Con errores, sí, pero con la voluntad de amar bien.