Nueva luna ☆

Padres de Lucía

Desde pequeña, Lucía supo que algo en su hogar no estaba bien. No era algo evidente a simple vista, no era gritos constantes ni golpes en las paredes. Era más bien un silencio denso, un ambiente cargado que la hacía sentir incómoda en su propio cuarto, como si el aire en casa tuviera un peso distinto, uno que aplastaba las ganas de hablar, de compartir, de ser.

Cuando le confesó a su madre que no se sentía como “Mateo”, que ese nombre no le representaba, el silencio creció más aún. Su madre solo la miró durante unos segundos, largos como horas, y luego siguió limpiando la cocina como si no hubiera escuchado nada. Esa noche, Lucía lloró en la cama, boca abajo contra la almohada, deseando poder borrarse del mundo por un instante.

Su padre, un hombre reservado, parecía no saber cómo mirarla desde ese día. Cada vez que ella intentaba iniciar una conversación, se hacía el ocupado, respondía con monosílabos, o directamente no respondía. La desconfianza empezó a brotar como hiedra venenosa entre las grietas de lo que antes era simplemente una familia callada.

Las noches comenzaron a alargarse. Lucía se quedaba despierta hasta la madrugada, mirando el techo, con los audífonos puestos y la música de Mon Laferte resonando bajito, como un refugio. La canción “Amárrame” se convirtió en un susurro que la acompañaba mientras se debatía entre pensamientos tristes, soledad, y esa necesidad desesperada de ser escuchada. A veces, solo quería que alguien le preguntara cómo estaba de verdad. Que la miraran y la vieran. Que no fingieran que todo estaba bien cuando claramente no lo estaba.

—Estoy cansada —escribió una noche en su diario—. De tener que explicarme. De tener que existir con miedo. De no poder ser yo ni siquiera en la casa donde se supone que debería sentirme segura.

La depresión comenzó a instalarse sin pedir permiso. Le quitó el apetito. Le robó las ganas de hablar incluso con Javier. Aunque lo quería, a veces no tenía energía ni para escribirle un simple “buenos días”. Su cama era su prisión y su única zona segura a la vez. Se escondía debajo de las sábanas como si el mundo no pudiera encontrarla ahí.

En casa, el ambiente no mejoraba. Su madre hablaba de ella en tercera persona cuando hablaba con las tías: “Es que Mateo está pasando por una etapa rara”. Su padre ni siquiera usaba pronombres.

—¿Y no vas a comer? —preguntó una noche.

—No tengo hambre.

—¿Sigues con eso?

“Eso.” Como si su identidad fuera una molestia más, como si fuera una fase que había que tolerar, pero no aceptar. Como si su existencia fuera un error que habían aprendido a ignorar.

Lucía lloraba en el baño. Se encerraba con llave, ponía la regadera para que no la escucharan, y lloraba. No sabía si alguna vez podría salir de ese lugar emocional en el que estaba atrapada. Tenía miedo de que Javier se diera cuenta del caos que era su vida y se alejara. No quería ser una carga para nadie. Pero estaba al borde.

Un día escribió en el espejo empañado del baño: “No sé cuánto más puedo fingir que estoy bien.”

Luego lo borró con la palma temblorosa.

No era que no quisiera vivir. Era que no quería vivir así.

La confianza en sus padres se había desvanecido. El dolor la mantenía despierta. La falta de comunicación la desgastaba. La tristeza era su sombra más fiel. Pero, en medio de todo eso, Lucía seguía intentando. Día con día. Aunque nadie lo supiera.

Porque a veces el mayor acto de valentía es simplemente seguir despertando.




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