Ena ̶d̶e̶ morados

Capítulo 1 | Drama Queen

—Quince grados la temperatura de hoy, vientos del sector sur a ochenta kilómetros por hora —anunció el locutor con una voz grave que retumbaba como un trueno lejano, cada palabra masticada con énfasis apocalíptico—. Un tráfico infernal camino al aeropuerto…

El sonido invadió la habitación de Sofía, quien aún estaba entre las sábanas, enredada como un gato arropado en invierno, un capullo suave que olía a lavanda del suavizante de la noche anterior. Frunció la nariz con un gesto de disgusto infantil y apretó los ojos un poco más, intentando aferrarse a los últimos segundos de sueño cálido, ese sueño donde Vinterra ya era suya, con pistas de hielo brillantes y un chico de ojos grises sonriéndole desde las gradas.

—Tráfico infernal camino al aeropuerto —repitió el locutor con dramatismo, como si estuviera relatando el final del mundo, su tono in crescendo, intencionado para alarmar a los oyentes—. La carretera Norte camino a Ralft, el tráfico está demorado una hora.

—¿Una hora…? —murmuró Sofía, su voz todavía ronca por el sueño, como si las palabras se arrastraran por una garganta seca, intentando procesar la noticia que su despertador le acababa de dar.

Se encogió un poco más entre las sábanas, el edredón crujiendo suavemente contra sus rodillas y entonces el pensamiento la atravesó como un rayo eléctrico que le erizó la piel.

Sus ojos se abrieron de golpe.

—¡Una hora!

La adrenalina le recorrió la columna, un cosquilleo ardiente desde la base hasta la coronilla, acelerando su pulso en un tambor frenético y la sacó de la cama de un salto torpe; una pierna se le enredó en la manta y casi cae, el suelo frío golpeando su talón desnudo con un ¡plaf! que resonó en sus oídos, pero no importaba. El destino estaba en juego. EL MUNDO estaba en juego, según su escala dramática personal.

Un sentimiento de pánico épico le apretó el pecho, imaginando el avión despegando sin ella y con él, su única oportunidad.

—¡MAMÁÁÁÁ!

Sus gritos agudos y vibrantes viajaron por el pasillo, rebotando en las paredes como una sirena enloquecida, hasta llegar a la cocina donde Gabriela estaba batiendo huevos y tarareando una melodía suave, un susurro de nostalgia que flotaba sobre el chisporroteo de la sartén, completamente ajena al caos que se avecinaba.

—¡Mamá! —la voz de Sofía llegó acompañada de pasos desacompasados, sus zapatillas patinando sobre el piso de madera pulida—. El tráfico está imposible hoy —chilló con tono suplicante y agudo, las palabras atropellandose en su boca.

Casi resbaló mientras bajaba las escaleras de dos en dos, el pelo revuelto, mechones cobrizos enredados como nidos de pájaros salvajes, el buzo a medio acomodar, la desesperación pintada en todo el cuerpo: rostro enrojecido, ojos desorbitados en una expresión de puro terror teatral.

—Vamos a llegar tarde… ¿Qué hora es? ¿Dónde está papá? ¿El auto tiene gasolina, verdad? ¿Viste mis auriculares?

Sofía era un torbellino blanco de peluche y ansiedad, abriendo cajones como si uno de ellos tuviera las respuestas existenciales del universo, manos temblorosas revolviendo con frenesí, un sentimiento de urgencia que le quemaba las palmas.

—¡¡Mamá!!

Gabriela, en cambio, tomó una taza de café entre las manos, sintiendo el calor irradiar a través de la cerámica; se sentó en el extremo de la pequeña mesa redonda y bebió un sorbo, sus labios curvados en una sonrisa serena, los ojos entrecerrados en calma absoluta, como si controlara el tiempo.

—Sofi… —murmuró, su voz suave como una caricia, intencionada para desarmar el pánico—. Sofi…

Pero Sofía no escuchaba.

Revolvía, revisaba, abría y cerraba, como si la casa entera estuviera conspirando contra ella, el sudor perlándole la frente, el corazón latiendo en un ritmo caótico. Sus manos se movían rápido, sus ojos iban de un lado a otro, buscando cosas que ni ella sabía para qué.

Gabriela tomó otro sorbo. El calor del café descendió por su garganta con una lentitud casi cruel, un bálsamo que ignoraba el huracán.

Y entonces, el trueno.

—¡Sofía Jazmín Martínez!

La voz tan fuerte y tan profunda que las cucharas vibraron sobre la mesa, un rugido maternal que hizo eco en el pecho de Sofía, vibrando en sus costillas.

Sofía se detuvo en seco, cerró los ojos apretando los párpados, las cejas fruncidas en anticipación y se tapó los oídos con las manos, como un escudo contra la tormenta.

El silencio invadió la cocina unos instantes, tan pesado que el aire parecía espesarse, cargado de expectativa.

Gabriela volvió a hablar, esta vez con la voz más suave del mundo, casi cantada:

—Sofi… son las siete recién. Tu padre se está bañando. Sí, el auto tiene gasolina. Tus auriculares están sobre la mesa del living, junto a tu boleto. Y ese buzo de peluche blanco, lo tienes puesto al revés. Ahora cálmate… y ven a desayunar.

La información cayó sobre Sofía como una manta tibia. Se miró la ropa y toda la energía acumulada se desvaneció de golpe, un vacío repentino que le dejó las piernas flojas. Sus hombros bajaron, su respiración se aflojó, el pecho subiendo y bajando en suspiros entrecortados, y se dejó caer en la silla como si el mundo la hubiera abandonado.

Apoyó el mentón sobre la mesa, sus brazos casi tocando los tobillos y un suspiro largo, dramático, casi teatral escapó de su pecho, desinflándose como un globo, un sentimiento de traición cósmica, como si dijera: el universo no me comprende.

El silencio que siguió fue solemne, roto únicamente por el tic-tac del reloj de pared y el golpeteo suave de la cuchara de Gabriela contra la taza, un ritmo hipnótico, burlón. Sofía respiraba por la nariz, inflándola apenas, como si el aire estuviera cargado de drama. Sus ojos miraban hacia la mesa, pero realmente estaban mirando hacia ningún lugar.

Pasaron unos segundos… o para Sofía, una eternidad, el tiempo estirándose como chicle, amplificando su ansiedad latente y finalmente levantó la cabeza con lentitud, un gesto preparado, casi coreografiado para acompañar la queja que estaba a punto de salir.




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