El edificio del aeropuerto se erguía imponente bajo un cielo tormentoso. Truenos lejanos retumbaban entre nubes pesadas y cargadas de promesas eléctricas. Una llovizna intermitente empezaba a golpear los techos de los autos con un tamborileo insistente, formando charcos que se extendían por veredas y calles, reflejando las luces parpadeantes del alumbrado y el gris opaco del día.
Los aviones estacionados en las pistas parecían gigantes dormidos, sus fuselajes plateados brillando tenuemente bajo las luces de las balizas que parpadeaban en rojo y blanco, como ojos cansados en la penumbra creciente. El viento aullaba alrededor de sus alas inmóviles, cargado de ese aroma metálico a jet fuel mezclado con el frío húmedo que calaba los huesos.
Anabela estacionó en el primer hueco que encontró, tan cerca de la entrada como le permitió el desorden caótico de vehículos. Apagó el motor con un suspiro teatral que se prolongó tres segundos exactos, como si el universo entero debiera registrar su agotamiento profundo, un cansancio que le pesaba en los hombros como una capa invisible.
Estiró la mano hacia el espejo retrovisor y lo inclinó hacia ella con dos dedos, sin prisa, como quien ajusta un marco antes de colgar un retrato preciado. Se miró fijamente: los ojos entrecerrados en una evaluación implacable, la boca curvada en una mueca crítica. Un mechón rebelde se había escapado del recogido; lo atrapó con la precisión de una cirujana y lo colocó detrás de la oreja. Otro, más insolente, lo alisó con la yema del índice hasta que quedó pegado al resto.
Abrió la cartera de cuero negro que descansaba a su lado, sacó el gloss como quien extrae una joya de la corona y lo deslizó sobre los labios en dos pasadas lentas, casi ceremoniales: primero el arco de cupido, luego el labio inferior, presionando apenas para que el brillo quedara uniforme y seductor. Cerró el tubo con un clic seco, se miró una última vez y dejó que una sonrisa mínima —pero suficiente— le curvara la comisura.
Ahora sí. Diosa empoderada.
Abrió la puerta con un empujón enérgico que dejó entrar una ráfaga de aire frío, golpeándole las mejillas como un cachetazo helado. Frunció los labios recién pintados, pero ni una gota iba a arruinar su obra maestra.
Bajó con un salto calculado, las botas resonando sobre el asfalto empapado con un eco firme, cuidando que ni el dobladillo del pantalón rozara la carrocería sucia. Cerró la puerta de un golpe seco que retumbó entre los autos, como quien deja claro quién tiene el control absoluto.
En un solo movimiento fluido ya tenía el abrigo puesto. Levantó las manos sobre la cabeza a modo de paraguas humano y avanzó a pasos rápidos —¿correr? Jamás—, taconeando entre los charcos sin salpicarse una sola vez, cada pisada un acto de desafío al caos climático.
Llegó al techo de la garita de seguridad, se sacudió el aire frío de los hombros con un gesto dramático que liberó gotas como perlas y se acomodó el abrigo con precisión. Giró la cabeza y Joaquín todavía estaba adentro del auto, inmóvil como una estatua.
—¿En serio? —murmuró entre dientes, la irritación tiñendo su voz de un filo agudo.
Cruzó los brazos sobre el pecho, el mentón en alto, la mirada fija en él como si pudiera obligarlo a moverse con pura fuerza de voluntad, una reina impaciente en su trono improvisado.
Su pie ya había tamborileado sobre el asfalto mojado lo suficiente como para agotar la última pizca de paciencia que le quedaba, un ritmo nervioso que traicionaba su fachada serena. Rodó los ojos, se cubrió la cabeza con las manos y volvió sobre sus pasos hasta el auto, el agua salpicando ligeramente sus tobillos.
La reina, por supuesto, no iba a esperar bajo la lluvia.
—Baja de una vez o te va a dejar el avión —bufó, golpeando el vidrio del acompañante con los nudillos en un repiqueteo impaciente que resonó como un ultimátum.
Joaquín levantó la vista hacia ella y tardó unos segundos en reaccionar. Sonrió apenas, esa sonrisa que usaba cuando no sabía qué hacer con lo que sentía, un gesto vulnerable que contrastaba con su calma habitual. Guardó la laptop en su mochila con cuidado, revisó que todo estuviera en orden y, antes de bajar, levantó la mano en un gesto automático para enderezar el espejo.
Era su manera de ordenar lo que Anabela dejaba desordenado a su paso, como si mantener el mundo en su sitio pudiera detener la tormenta que la acompañaba, un ritual silencioso de equilibrio en medio del descontrol.
Bajó del auto con una lentitud deliberada, se colgó la mochila al hombro y rodeó el vehículo, como si cada movimiento estuviera calculado para contradecir la urgencia del momento. Sacó su carry-on negro y ajustó la manija con un “shuip” breve y familiar. Cerró el baúl con un clic casi inaudible bajo el golpeteo de la lluvia, y caminó hacia ella; las rueditas chirriando contra el asfalto mojado en un lamento rítmico que acompañaba su avance pausado, un contrapunto sereno al caos que Anabela encarnaba.
Una ráfaga repentina desarmó el peinado de ella. Los mechones húmedos y brillantes se pegaron a sus labios cubiertos de gloss. Los apartó con un gesto irritado, mirando alrededor como si el clima, la calle y el mundo entero conspiraran contra su agenda perfecta. La frustración ardiendo en sus ojos.
—¿Estás o me tengo que seguir empapando? —protestó, cruzándose de brazos con un bufido que destilaba impaciencia.
Joaquín se acercó un poco más.
—Te ves bien bajo la lluvia —susurró, apartándole un mechón que había quedado adherido a su mejilla con una ternura que suavizó sus facciones.
Anabela se quedó quieta apenas un instante, lo justo para que el aire entre ambos cambiara, cargado de una electricidad sutil. Lo observó sin ternura, midiendo el gesto, evaluando lo que significaba para el escenario en el que estaban: lluvia, aeropuerto, despedida.
—Obvio que sí —replicó, frío y cortante, dejando claro que no había lugar a dudas, su voz un escudo que ocultaba cualquier grieta.
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Editado: 21.11.2025