Cuando los sollozos comenzaron a aflojar por pura falta de energía, Sofía levantó la cabeza con un movimiento lento. Las pestañas seguían pesadas, húmedas y la piel de alrededor de los ojos ardía con ese calorcito triste que aparece después de llorar demasiado.
Acomodó mejor la espalda contra la columna fría, que ahora se sentía casi reconfortante, respiró hondo hasta que el aire le raspó un poco la garganta y se limpió la cara con la manga del buzo, dejando rastros húmedos en la tela blanca. Sacó el celular con manos que todavía temblaban levemente, deslizó el dedo por la pantalla y marcó a su madre sin pensarlo dos veces.
Apenas la llamada se conectó, una música ensordecedora estalló desde el otro lado, obligándola a separar el teléfono de la oreja.
—Hola, preciosa, ¿ya embarcaste? —gritó Gabriela, por encima del caos, cargada de esa efusividad maternal que siempre intentaba disimular la preocupación.
—No, mamá… —susurró Sofía, y el temblor en su garganta se filtró sin que pudiera contenerlo, revelando la fragilidad que intentaba ocultar—. El vuelo está demorado.
—Oh, cariño… ¿pero lo reprogramaron? —La ternura en la voz de Gabriela se suavizó aún más, envolviéndola como un abrazo invisible, un bálsamo que bajaba el tono para no presionar, solo para consolar.
—Sí, supuestamente sale en una hora, pero… —la frase se quebró a la mitad, justo cuando sintió como las lágrimas calientes y traicioneras amenazaban con resurgir.
—Espera un momento —interrumpió Gabriela con prisa, y se oyó el crujido de una silla al levantarse, seguido de pasos apresurados por la casa, empujando cajas con un ruido sordo—. ¡José! ¿Cómo hago para verla? —añadió de fondo, su voz amortiguada por la distancia.
—Aprieta ahí, la cámara —explicó José, su tono paciente pero lejano, como si estuviera dentro de un armario.
Un “pup” seco resonó cuando Gabriela tocó la pantalla, y de pronto, apareció en la videollamada un árbol de Navidad gigante, tan cargado de luces y adornos que parecía listo para competir en un concurso.
—Mamá… —murmuró Sofía, y una sonrisa pequeña y exhausta curvó sus labios por primera vez, un atisbo de calidez en medio del frío emocional—. Ese es el árbol. Le diste a la cámara trasera… No, ¡no gires el teléfono! Solo cambia la cámara…
La imagen tembló cuando Gabriela agitó el teléfono buscando la forma correcta de sostenerlo.
—Ay cariño, es lo mismo —rezongó Gabriela, enfocando ahora un rincón del living que no le importaba a nadie.
Tras unos segundos de caos tecnológico, la cámara frontal al fin se activó y el rostro de Gabriela llenó la pantalla, radiante con una amplia sonrisa.
—Hola, precios… —el saludo se le apagó a mitad de camino en cuanto sus ojos enfocaron a Sofía.
La expresión se le desplomó de golpe: las cejas se fruncieron, la boca tembló apenas, como si la preocupación hubiera saltado directo a su rostro sin avisar.
—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? ¿Quieres que te vayamos a buscar? ¡José!
—No pasa nada, mamá… solo pensé que ya estaría volando —murmuró Sofía, bajito, como si hablar más fuerte pudiera romperla del todo.
Un silencio se formó entre ellas, roto solo por el zumbido distante del aeropuerto. Gabriela la miraba con las cejas fruncidas, como si pudiera abrazarla a través de la pantalla, y Sofía apretaba un poco más el celular entre los dedos.
Un microsegundo después, detrás de Gabriela, la imagen volvió a sacudirse cuando José apareció en escena, envuelto en una maraña de luces navideñas que le caían desde los hombros hasta las rodillas, como si se hubiera confundido él mismo con el árbol.
—¡Campeona! —exclamó, acercándose tanto que la cámara casi captó un primer plano de su nariz. Pero al verla, su expresión cambió y la sonrisa se apagó un poco—. ¿Qué tienes?
—El vuelo se demoró —explicó Gabriela en voz baja, como si Sofía no pudiera oírla.
José compartió una mirada rápida con su esposa y luego se inclinó hacia la pantalla, por encima del hombro de Gabriela, arqueando una ceja.
—¿Y por eso te despeinaste así? —bromeó, intentando arrancarle aunque fuera una sonrisita sutil—. Vamos, campeona… ¿cuándo una Martínez se ha rendido tan fácil?
—Es que… —empezó Sofía, sintiendo las lágrimas acumularse de nuevo, calientes y rebeldes.
José golpeó un par de veces su cámara con la palma como si le estuviera dando un coscorrón virtual.
—Es que nada… Vamos, campeona, sécate esas lágrimas y recuerda…—dijo con voz serena aunque la preocupación brillaba en sus ojos.
Se acercó más, hasta que su rostro ocupó casi toda la pantalla.
—Eres luz, eres fuerza, eres amor —repitieron al unísono, como un mantra familiar.
Antes de que pudieran seguir conversando, una ráfaga de viento irrumpió en la casa, abriendo una ventana de golpe y derribando el árbol con un estruendo ensordecedor de ramas y adornos chocando contra el piso.
—Ay Dios, el árbol —chilló José mientras salía disparado a cerrar la ventana.
—Avísanos cuando estés en el avión, ¿si? —dijo Gabriela con una leve sonrisa.
Sofía se secó el rostro con la manga mientras asentía.
—De acuerdo, mamá… los quiero.
—¡Por Dios, José! ¿Qué haces? —gritó Gabriela, soltando el teléfono sobre la mesa y desapareciendo del encuadre para unirse al caos.
Unos segundos después volvió a aparecer, con ramas secas enredadas en el pelo y dos adornos colgando de la mano como trofeos de guerra.
—Adiós, cariño, ¡te amamos!
La llamada se cortó de golpe. Sofía se quedó con la mano levantada en un saludo que nadie vio. Soltó un suspiro largo, apagó la pantalla y, cuando estaba por guardar el celular, sus ojos se posaron en el vaso que tenía a su lado.
El chocolate seguía allí, tibio todavía, el aroma dulce flotando como una caricia olvidada. Lo tomó entre las manos, lo acercó a los labios y sonrió apenas, un gesto pequeño y sincero, como si le estuviera dando las gracias en silencio a ese desconocido que había intentado aliviar su soledad.
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Editado: 21.11.2025