EL REGRESO
El sonido del teléfono rompiendo el silencio de mi apartamento fue suficiente para que mi corazón comenzara a latir con fuerza. Estaba revisando unos informes de terapia cuando apareció el nombre de Valentina Álvarez en la pantalla. La hermana de… él.
Ni siquiera tenía que pronunciar su nombre para sentir ese ligero peso en el pecho.
Ese “él” que había sido una espina clavada durante años.
Ese “él” que me había ignorado toda la adolescencia.
Ese “él” que ahora regresaba como un fantasma herido de la guerra.
Contesté porque Valentina siempre había sido como una hermana para mí.
—¿Ari? —su voz sonaba cargada, pesada—. Necesito hablar contigo. Es importante.
Dejé mis papeles a un lado y tragué saliva.
—Dime.
—Noah… —hubo un silencio largo, incómodo, lleno de algo parecido al miedo—. Mi hermano vuelve mañana. Al fin le dieron el alta del hospital militar.
Mi respiración se quedó atrapada en la garganta.
—¿Ya lo… estabilizaron?
—Sí, pero está mal. No quiere ver a nadie, no quiere hablar, no quiere terapia… nada. Y tú sabes cómo es él cuando se cierra.
Lo sabía demasiado bien. Noah era duro como el acero, orgulloso, silencioso. Era el tipo de persona que prefería romperse antes que mostrar debilidad.
—Ari… necesito pedirte algo —continuó ella.
Mi estómago se revolvió. Ya sabía hacia dónde iba esto.
—No, Valen… —murmuré antes de que pudiera terminar—. No me digas que—
—Necesita terapia física especializada, y tú eres la mejor que conozco —dijo rápido, como si temiera que colgara—. Además, confío en ti más que en cualquiera. Tú eres prácticamente de la familia.
La palabra familia golpeó como un puñal.
Mi familia se había roto el día que Marcos, mi hermano, no volvió del batallón.
Mi voz salió ahogada:
—Valen… no sé si puedo. Noah… él… yo…
—Ari, por favor —su súplica me cortó la respiración—. No te estoy pidiendo que lo cures emocionalmente. Solo quiero que lo ayudes físicamente. Mi mamá y yo no sabemos qué hacer. Él no escucha a nadie.
Cerré los ojos.
No escuchaba a nadie.
Sí. Eso era tan Noah.
—¿Qué lesión tiene exactamente? —pregunté, más por reflejo profesional que por decisión real.
—La pierna izquierda. Daño neuromuscular. Ya puede moverse, pero no quiere intentarlo. Dice que no va a volver a caminar bien. Dice que… —su voz tembló— …que no tiene motivos para seguir luchando.
Sentí una punzada en el pecho tan fuerte que tuve que apoyarme en la mesa.
La imagen de Noah abatido mentalmente… era difícil de imaginar. Él era disciplinado, valiente, casi imposible de derribar.
Que estuviera así significaba que el daño era mucho más profundo que el físico.
—Él no quiere volver al batallón —continuó Valentina—. No después de lo que pasó… con Marcos. Tú eres la única que puede hablarle sin que él te grite o te cierre la puerta en la cara.
—Eso no es cierto —respondí con un suspiro cansado—. Noah nunca me ha escuchado. Nunca.
Valentina guardó silencio, como si midiera sus palabras.
—Pero siempre te ha mirado —susurró finalmente.
Mi corazón dio un vuelco extraño.
—¿Qué…? —logré decir, pero ella ya estaba respirando profundamente, preparándose para cerrar la conversación.
—Sé que lo odiabas, Ari. Sé que siempre discutían. Pero te necesito. Mi familia te necesita. Noah… Noah te necesita.
Ojalá no hubiera dicho eso último.
Porque lo único que jamás había querido era necesitar algo de él.
Y mucho menos que él me necesitara a mí.
—Mañana a las diez —dijo Valentina antes de colgar—. Por favor, Ari.
No pude responder a tiempo. La llamada murió en mis manos.
Suspiré hondo, pasé las palmas por mi rostro, e intenté respirar.
Pero lo único que pude ver en mi mente fue a Noah, el soldado indomable, convertido en un hombre roto.
Y yo… yo no sabía si estaba preparada para enfrentar eso.
El día siguiente amaneció gris, como si el cielo compartiera mi incertidumbre. Caminé hacia la casa de los Álvarez con mi maletín de trabajo a cuestas y el corazón golpeando tan fuerte que casi podía escucharlo.
Las paredes blancas de la casa, las flores en la entrada, el sonido del viento moviendo las palmeras… todo me resultaba tan familiar que dolía. Había pasado allí más tiempo que en mi propia casa durante mi infancia y adolescencia.
Marcos adoraba este lugar.
Solía decir que la casa de los Álvarez olía a familia.
Yo no había vuelto desde el día que dieron la noticia de su muerte.
Toqué el timbre.
Valentina abrió de inmediato. Sus ojos estaban hinchados, pero sonrió con alivio.
—Gracias por venir.
—No me lo perdonaría si no lo intentara —respondí suavemente.
Ella me abrazó con fuerza, como si fuera un salvavidas al que aferrarse.
—Está en su habitación. Mi mamá está haciendo desayuno, pero él no ha querido comer.
Asentí.
Mis piernas temblaban un poco, pero respiré hondo y avancé por el pasillo.
Cada paso se sentía como caminar hacia un pasado que había intentado enterrar.
Cuando llegué a la puerta de su habitación, me detuve.
El corazón parecía a punto de salirse del pecho.
Toqué.
—No quiero ver a nadie —gruñó una voz ronca del otro lado.
Mi piel se erizó. Años sin escuchar su voz, y aun así la reconocí al instante. Grave. Firme. Autoritaria. Pero ahora… rota.
Tragué saliva.
—Lástima, porque yo sí quiero verte —respondí con un tono más firme del que sentía. Profesional. Neutral. “Ariadna la fisioterapeuta”, no “Ariadna la que sufre”.
Hubo un silencio.
Después, escuché pasos lentos, arrastrados. La puerta se abrió apenas unos centímetros.
Y lo vi.
O mejor dicho… vi lo que quedaba de él.
Noah estaba más delgado, con barba descuidada, ojeras profundas y una expresión tan vacía que me cortó la respiración. Llevaba una camiseta gris y pantalones deportivos, la pierna izquierda vendada y apoyada en una férula ligera. Sus ojos… Dios. Sus ojos siempre habían sido intensos, marrones y penetrantes. Pero ahora estaban apagados, perdidos.
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Editado: 07.12.2025