Enamorada del hermano de mi mejor amiga

Capitulo 3

CAPÍTULO 3 — Donde más duele

(Ariadna

Nunca pensé que el sonido de un portazo pudiera sentirse como una declaración de guerra.

Estoy frente a la puerta del cuarto de Noah, sosteniendo mi carpeta de evaluación, respirando hondo como si fuera a entrar a una mina llena de explosivos. Y tal vez sí lo es. Porque Noah… él no es una persona que explote hacia afuera. Él implosiona. Y las implosiones son peores. Más silenciosas. Más letales.

Toco dos veces.
Nada.

—Noah, soy yo. Necesito comenzar tu evaluación de movilidad.

Silencio.

Ni un gruñido. Ni un “vete al diablo”. Ni la típica respuesta cortante.
Eso es peor.

Abro la puerta.

La habitación está en penumbra. Las cortinas cerradas, la lámpara apagada. Todo huele a desinfectante, a medicación, a dolor retenido demasiado tiempo. Noah está sentado en la cama, el torso ligeramente inclinado hacia adelante. No me ve. O no quiere verme. El vendaje del muslo derecho asoma por debajo del pantalón deportivo, limpio pero tenso.

Y él… él parece más roto que ayer.

—Buenos días —digo, aunque siento que la palabra “buenos” se estrella contra el aire espeso de la habitación.

Nada.

Me acerco un poco.
Un poco más.
Lo suficiente para escuchar su respiración irregular.

—Noah, necesito comenzar la terapia de hoy. Si lo dejamos pasar, la recuperación se va a ralentizar.

—No. —La palabra sale seca, partida.

No levanta la vista.

—Noah…

—Dije que no, Ariadna.

Mi nombre en su voz suele ser un arma. Hoy es un muro. Un muro que no sé si puedo escalar.

Camino hacia la ventana y corro apenas un poco la cortina.
La luz toca su rostro.

Ahí está.

El dolor.

Profundo. Apretado. Tenso como si estuviera sujetándolo con ambos brazos por dentro.

—Necesito evaluar tu pierna. No va a ser perfecto al principio, pero…

—No va a ser nada —me corta—. No voy a hacer esto hoy.

—No tienes opción —respondo, sin suavizarlo. Si lo hago, me va a seguir empujando.

Su mandíbula se tensa.
Su mirada sigue perdida en el suelo, como si ahí hubiera un cadáver que solo él puede ver.

—Ayer avanzaste —le recuerdo con voz firme—. Hoy podemos hacerlo otra vez.

Y ahí finalmente levanta la vista.

Es un error.

Porque sus ojos están llenos de algo que yo no estaba lista para ver:
miedo.
Y culpa.
Y rabia contra sí mismo.

—Ayer no avancé —dice—. Ayer me diste lástima. Eso es lo que pasó.

Me trago el golpe. Porque duele. Porque sé que Noah hiere antes de dejarse tocar. Porque vive en modo defensa.

Pero también me duele porque yo sí sentí un pequeño avance ayer. Una grieta. Un respiro.

—Lo que pasó ayer fue un inicio —respondo.

Él suelta una risa seca. Dura. Casi cruel.

—No necesito que me trates como si fuera un maldito soldado novato, Ariadna. No necesito que vengas a decirme que “sí puedo”, que “soy fuerte”, que “soy capaz”. No soy un niño.

—Nunca dije que lo fueras.

—Pero lo piensas.

Muerdo el interior de mi mejilla.

—Si no empezamos hoy, tu movilidad se va a…

—NO ME IMPORTA MI MOVILIDAD.

El grito me traspasa el pecho.
Yo también me quedo en silencio.
La habitación vibra un segundo. O tal vez soy yo.

—¿Entonces qué te importa? —pregunto finalmente, con más suavidad de la que pretendía.

Él me mira como si yo estuviera abriendo una puerta prohibida.

—Que deje de doler —susurra.

Y por un instante, Noah, el soldado duro, el hombre de acero, el que siempre está preparado para morir… se rompe.
Lo veo.
Lo oigo.
Lo siento.

Pero cuando doy un paso hacia él, se levanta bruscamente de la cama.
Mala idea.
Su pierna no responde.
Su cuerpo oscila.

—¡Noah! —corro hacia él, pero él levanta una mano para detenerme.

—NO ME TOQUES.

Me quedo helada.
Mi corazón también.

Él respira pesado, apoyando una mano en la pared, temblando.
No sé si de dolor físico o del otro. El que lo carcome desde adentro.

—No necesito que me salves, Ariadna.

—No estoy tratando de salvarte. Estoy tratando de ayudarte a caminar.

—No quiero caminar.

Lo dice con esa voz rota que parece venir de un pozo negro.

—No quiero volver a correr, ni a entrenar, ni a subir a un maldito helicóptero. No quiero nada. ¿Me entiendes? Nada.

Trago saliva.

—Noah, por favor…

—Detente. —Su tono vuelve a endurecerse—. No quiero tu compasión.

—No la tienes.

—Sí la tengo. La veo en tu cara. Como si sintieras pena por mí, por lo que pasó, por lo que perdí.

Mi voz se hunde dentro de mi garganta.

—No siento pena, Noah. Siento dolor por lo que te duele. Es distinto.

Él aprieta los puños.

—No entiendes nada.

—Entonces explícame.

Su mirada se clava en la mía.
Y por un instante, pienso que lo hará.
Que va a decir algo.
Que va a soltar el nudo que lleva en el pecho desde esa maldita misión.

Pero en vez de eso, me empuja.

No fuerte.
No violento.

Solo lo suficiente para crear una distancia entre nosotros.

—No eres tú la indicada para esto —dice, y esa frase me corta más profundo que cualquier grito—. No quiero que seas tú quien me vea así. No tú. No la hermana de…

Se detiene.

Yo termino la frase en mi cabeza.

No la hermana de su hermano muerto.
No la hermana del hombre que él no pudo salvar.
No la chica que él siempre quiso, pero nunca pudo tocar.

Respiro hondo.

—Noah, tienes el derecho de odiar la terapia. De odiarme a mí si quieres. Pero no tienes derecho a renunciar.

—¿Y tú quién eres para decidirlo?

—Tu fisioterapeuta.

Él suelta una carcajada amarga.

—No. Eres Ariadna López. Y eso es exactamente el problema.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.