Enamorada del hermano de mi mejor amiga

Capitulo 6

CAPÍTULO 6 — NOAH

No sabía qué diablos estaba haciendo despierto a esa hora. A veces el dolor me arrancaba del sueño, otras veces eran los recuerdos… y la mayoría de las veces, era simplemente la ansiedad respirándome en la nuca como un animal hambriento que nunca se sacia.
Esa noche no había sido la excepción.

El reloj marcaba las 2:47 a. m. cuando abrí los ojos. La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por la luz tenue del pasillo que se filtraba por la rendija de la puerta. Hacía frío. O tal vez era mi cuerpo el que no podía conservar el calor desde que todo aquello pasó. Desde que la guerra me arrancó pedazos que ni siquiera sabía que tenía.

Me incorporé con dificultad, sintiendo cómo la pierna herida protestaba con un latigazo de dolor que me obligó a apretar los dientes.
—Maldita sea… —susurré.

Respiré hondo varias veces, esperando que la punzada disminuyera. El aire sabía a silencio, a polvo, a recuerdos. Desde que había vuelto, la casa de mis padres parecía más pequeña, más vacía, más llena de fantasmas.

Y uno de esos fantasmas llevaba el nombre de Marcos.

Me pasé una mano por la cara, intentando despejarme. No funcionó. La sensación familiar de ahogo se arrastró desde mi pecho hacia mi garganta, como una serpiente que sabía exactamente dónde apretar.

Ansiedad. Otra vez.

Me levanté, rengueando, y salí al pasillo. Caminé despacio, apoyando el peso en la pared para no caer. Cada paso era un recordatorio de que no era el mismo hombre que se había ido al batallón meses atrás. Ese hombre tenía una carrera, propósito, control.

Yo no tenía nada de eso ahora. Solo dolor.

Y culpa.

Llegué a la cocina y abrí la nevera por inercia, aunque no tenía hambre. Solo quería hacer algo, cualquier cosa, que me hiciera sentir vivo un par de minutos. Pero cerré la puerta al instante. No quería comer. Quería gritar. O llorar. O tal vez solo desaparecer por un rato.

Me apoyé en el fregadero, respirando hondo, intentando seguir las instrucciones que el psicólogo militar me había repetido durante semanas:

Inhala.
Exhala.
No estás en peligro.
No estás allí.
Estás en casa.

Qué ironía. Casa había dejado de sentirse como casa desde que volví.

Iba a regresar a mi habitación cuando escuché algo. Un murmullo. No, no un murmullo. Era… un sollozo.

Fruncí el ceño.

¿Quién estaba llorando a esa hora?

Me moví despacio hacia la puerta trasera que daba al patio. Y entonces la vi. Ariadna. Sentada en la banca de madera, abrazándose las piernas, con la cabeza hundida entre las rodillas. Sus hombros temblaban. Su cabello caía hacia adelante como una cortina que no alcanzaba a ocultar la forma en que se quebraba.

Mi corazón dio un vuelco tan brusco que casi perdí el equilibrio.

Ariadna lloraba.
Y no era un llanto suave.
Era un llanto que dolía escuchar.
Un llanto de esos que raspan por dentro.

Sentí que algo en mí se tensaba. O quizás se rompía un poco más.

No quise acercarme. Ella no debía verme así. Yo era el problema, la causa, la herida abierta que todos intentaban ignorar. Además… no tenía derecho a irrumpir en su dolor. Ella ya tenía bastante cargando con mi presencia.

Me quedé quieto en la puerta, observándola desde la sombra.

La luna caía sobre ella como si quisiera consolarla, pero ni eso parecía suficiente. Estaba encogida, frágil, como si el mundo se hubiera vuelto demasiado pesado.

Y entonces la escuché susurrar.

—Marcos… —su voz se quebró en pedazos.

Mi pecho se apretó con una violencia que no esperaba.
Su hermano.
Mi mejor amigo.
El hombre que me salvó la vida a costa de la suya.

Ella volvió a sollozar, ahogándose en su propio dolor, y cada sonido me atravesaba con más fuerza de la que podía soportar.

Quise irme. Juro que quise hacerlo.

Pero mis piernas no se movieron.

Ariadna se limpió las lágrimas con la manga, pero más siguieron cayendo.
—No puedo… —susurró—. No puedo sin ti, Mar… No sé cómo hacerlo…

Ese fue el golpe final.

Porque yo sí sabía cómo se sentía eso. Yo también había dicho su nombre en noches como esa. Yo también había suplicado por una señal, por un respiro, por un puto minuto en el que el dolor no me destrozara.

La diferencia era que ella lloraba por un hermano.

Y yo lloraba porque lo había perdido… y porque había sobrevivido.

No pude más. El nudo en mi garganta quemaba. La culpa se me incrustó entre las costillas como un cuchillo viejo y sucio.

Di un paso atrás para irme. Quizás era mejor así. Ella necesitaba llorar sin que la observaran.

Pero justo cuando me giré, escuché otra frase. Una que me paralizó.

—Lo extraño… pero también me duele mirarte a ti.

Me quedé helado.
¿Me había visto?
No… no estaba mirando hacia acá.

Entonces continuó, y entendí.

—Noah… —susurró su nombre como si le costara—. No sé cómo tratarte. No sé si debo odiarte o agradecerte por volver entero. No sé qué hacer con todo este dolor…

Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que pensé que el ruido la despertaría de su propia miseria.

Ella lloraba por su hermano.
Pero también lloraba por mí.
Y por lo que habíamos sido.
Por lo que habíamos perdido.

Y entonces dijo algo que me quebró.

—Solo quería que regresaran los dos.

Me llevé una mano al rostro. La respiración se me volvió inestable. El pecho comenzó a dolerme como si alguien me estuviera aplastando contra el suelo. Una descarga de pánico subió por mi columna.

Estaba a punto de tener otro ataque.
Otra vez.
Delante de ella.
No. No, por favor. No delante de ella.

Cerré los ojos. Intenté respirar.
Uno.
Dos.
Tres.

Pero fue inútil.
Mi cuerpo no respondía.
La ansiedad tomó control de todo.

Me incliné contra la pared, apretando la mandíbula para no emitir sonido. Mi pierna temblaba. Mis manos sudaban. Sentía que el aire me faltaba, como si estuviera atrapado bajo agua. Todo mi campo de visión se redujo a un túnel.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.