Enamorada del hermano de mi mejor amiga

Capitulo 7

CAPÍTULO 7 — NOAH

“Cuando pensé que no tenía nada más que dar

No sé exactamente en qué momento empezó todo a hundirse esa tarde. Quizás fue desde que abrí los ojos. O quizá desde que los cerré la noche anterior. Ya no había diferencia. Los días y las noches se mezclaban en un ciclo interminable donde lo único constante era el dolor.
No el dolor físico.
Ese era el más sencillo de todos.

Era el otro. El que no se veía.
El que te carcome por dentro hasta dejarte hueco.

La casa estaba en silencio. Valentina se había ido a trabajar temprano, y mis padres no volverían hasta la noche. Me dejaron solo porque pensaron que era bueno darme espacio, confiar en que podía manejarlo.

O tal vez pensaron que ya no quedaba nada en mí que pudiera romperse.

Se equivocaron.
Oh, Dios… cuánto se equivocaron.

Estaba sentado en la cama, con la pierna adolorida y el cráneo palpitando. El fisioterapeuta vendría en la noche, pero yo sabía que no iba a lograr nada hoy. No tenía fuerzas.

El aire estaba cargado. Pesado.

En la mesita de noche, donde llevaba días evitando mirar, había quedado un frasco de pastillas. Las mismas que el psicólogo recomendó no usar sin supervisión. Las mismas que dejé de tomar hace semanas porque me hacían sentir peor, más desconectado, más vacío.

Las mismas que no debería haber tenido ahí.
Pero estaban.

Mi mirada se quedó pegada en ellas.
Blancas.
Pequeñas.
Silenciosas.

Podían apagarlo todo.

Respiré hondo, intentando ignorar la idea.
Pero volvió.
Como siempre volvía.

Me pasé las manos por la cara.
Apreté los ojos.
Intenté recordar algo bueno.
Algo que valiera la pena.

La risa de Valentina.
La voz de mi madre.
Ariadna diciéndome “No tienes que pelear solo” la noche anterior.

Todo eso debería haber sido suficiente.
Pero hoy… no lo era.

Hoy todo se sentía demasiado.

Demasiado ruido en mi cabeza.
Demasiado silencio en la casa.
Demasiado peso en mi pecho.
Demasiado dolor en mi memoria.

Marcos.
Valeria.

Sus nombres me atravesaron como dos balas nuevas.

Marcos, mi hermano de guerra.
Valeria, mi novia.
Mi brújula.
Mi calma.
Mi futuro.

Los perdí a los dos en una sola misión.
Y yo regresé.

¿Por qué?
¿Por qué yo?

Me incliné hacia adelante, sintiendo cómo el mundo se me encogía. Mis manos temblaban. Mi respiración se aceleraba. Todo dentro de mí gritaba, pero no salía ningún sonido.

Intenté inhalar.
Fallé.
Intenté otra vez.
Fallé.

El nudo subía, subía, subía…

Mi mirada volvió al frasco.

No fue una decisión consciente.
No fue un plan.
No fue un “hoy lo haré”.

Fue más simple.
Más instintivo.
Más autodestructivo.

Solo estiré la mano.

Cuando mis dedos tocaron el plástico frío, una oleada de calma falsa me recorrió los brazos. Una calma peligrosa. Una calma que no era seguridad, sino resignación.

Lo levanté, sin pensarlo.
Lo sostuve frente a mis ojos.

Con esto termina todo, pensé.
Y por un segundo, esa idea no me asustó.
Por un segundo, me alivió.

Pude verlos a todos.

Marcos riendo conmigo en las barracas.
Valeria saltando hacia mis brazos cuando le dije que volvería.
Mi madre abrazándome el día que me enlisté.
Valentina llorando cuando se enteró del accidente.

Y Ariadna.
Su mirada rota.
Su voz suave diciéndome que no estaba solo…

Sentí un tirón en el pecho.

¿De verdad tenía derecho a romperlos más?
¿A romperla a ella?

El frasco tembló en mi mano.

No sabía si tenía fuerzas para seguir vivo…
pero tampoco sabía si tenía derecho a morir.

—Joder… —susurré.

Me incliné hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, intentando pensar, intentando respirar.

Pero entonces algo en mí se quebró.

La imagen de Valeria apareció de golpe.
Su sonrisa.
El último mensaje que me envió antes de la misión.
Su voz diciendo “Vuelve a casa, mi amor”.

Sentí una puñalada en el corazón.
Me llevé la mano al pecho.
Las lágrimas ardieron, subiendo sin control.

No lloraba desde que me bajaron del helicóptero aquel día.

Pero ahora…
Ahora las lágrimas me incendiaban.

—Lo siento —murmuré al vacío—. Lo siento, Val… Lo siento, Marcos… Lo intenté, de verdad. Pero estoy tan… tan cansado…

Agaché la cabeza, llorando, temblando, sintiendo que mis paredes internas finalmente cedían.

Y entonces escuché pasos.

Rápidos.
Desesperados.
Subiendo las escaleras.

El corazón se me detuvo.

La puerta se abrió de golpe.

—¡NOAH!

Era Ariadna.

Su voz llenó la habitación como una descarga eléctrica.

Me miró.
Miró mis ojos hinchados, mis manos temblorosas, el frasco entre mis dedos.

Su expresión cambió.
Del susto…
al terror…
y luego al dolor más profundo que jamás había visto en ella.

—¿Qué estás haciendo…? —preguntó con un hilo de voz.

Yo intenté esconder el frasco.
Pero mi mano estaba demasiado temblorosa.
Demasiado lenta.
Demasiado culpable.

Ella avanzó.
No corrió.
No gritó.
Solo avanzó… como si la estuviera quemando lo que veía.

Se arrodilló frente a mí.

Yo aparté la mirada.

—Noah —susurró—. Mírame. Por favor.

No pude.

Ella tomó mi muñeca, suavemente, como si tocara un vidrio a punto de resquebrajarse.

—Dámelo.

—Ari… —mi voz se cortó—. No… no puedo.

—Sí puedes —contestó—. No estás pensando claro. Estás herido. Estás cansado. Pero no quieres morir, Noah. Solo quieres dejar de sentir esto.

Solté un sollozo involuntario.
El frasco cayó al suelo entre nosotros, rodando hasta detenerse al lado de su rodilla.

Ella lo tomó y lo puso lejos, detrás de ella.
Luego volvió a mirarme.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.