Noah siempre ha sido difícil, pero hoy… hoy está más tranquilo. O al menos, lo intenta.
La habitación está un poco más ordenada: la cama hecha a medias, las cortinas abiertas dejando entrar la luz, y hasta la ventana ligeramente entreabierta. No es un milagro, pero sí es progreso.
Y para Noah, progreso es casi como pedirle a un volcán que deje de escupir lava.
Toco la puerta suavemente.
—¿Puedo pasar?
No responde, pero escucho un resoplido que interpreto como un “haz lo que quieras”.
Entro.
Él está sentado en la cama, camisa negra puesta esta vez, cabello un poco húmedo como si por fin se hubiese bañado sin que Valentina lo obligara.
—¿Listo para la terapia? —pregunto con suavidad, aunque la tensión me recorre todo el cuerpo.
—No —responde seco.
—Bueno, empezamos igual —digo con una sonrisa forzada.
Él me mira de reojo, como si le diera alergia que yo estuviera de buen humor. Pero incluso así, noto una diferencia. No hay la misma oscuridad profunda en sus ojos que tenía hace días. Hoy esa oscuridad está… más calma. Más baja.
—Vamos a empezar con los ejercicios de movilidad —digo mientras dejo mis cosas en la mesita.
—Sabes que los odio —gruñe.
—Y aún así los haces.
—Solo para que dejes de fastidiarme.
—Mentira —le respondo, cruzando los brazos.
Alza una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es mi verdadera motivación según tú?
Me acerco un paso. Luego otro. Él traga saliva, casi imperceptiblemente.
—Porque quieres vivir —digo, mirándolo fijamente.
El aire se vuelve más denso.
Más caliente.
Más algo.
Él aparta la mirada, incómodo. Pero no me niega nada. No esta vez.
—Ven —digo, ofreciéndole la mano.
Duda.
Y luego, lentamente, me la da.
La primera parte de la terapia consiste en estiramientos suaves, pero Noah siempre se tensiona demasiado. Pongo mis manos en su pierna lesionada para marcar el movimiento.
—Respira —le pido.
—Estoy respirando.
—Pareces un viejo constipado.
Su boca se abre un poco, sorprendido.
—¿Qué?
—Respiras como si te faltara lubricación en los pulmones.
Una risa breve —muy breve— se le escapa.
Y es tan inesperada que casi pierdo el ritmo del ejercicio.
—Eres insoportable —dice, pero sin veneno.
—Lo sé —respondo con orgullo.
Ajusto mi posición, quedando frente a él.
Estamos demasiado cerca.
Demasiado.
—Noah, necesito que sueltes la pierna. Estás haciendo demasiada fuerza.
—No estoy haciendo fuerza.
—Tu pierna está dura como una piedra.
—Quizás es mi pierna sana.
Lo miro. Él me mira.
La tensión eléctrica entre los dos se siente como una corriente directa en la piel.
—Es la lesionada —le digo con firmeza.
—Entonces soy una piedra simétrica.
Cierro los ojos y respiro para no reír.
—Noah, por favor.
Él se queda callado unos segundos.
Luego suelta un suspiro, como rindiéndose.
—Está bien. Pero si grito, es tu culpa.
—Grita lo que quieras.
—Después no digas que soy dramático.
—Ya lo eres.
—Imbécil.
—Maleducado.
Los dos sonreímos.
En serio.
Por primera vez, estamos sonriendo a la vez.
Y eso… eso me asusta.
Empiezo a estirar despacio, guiando su pierna. Él aprieta los dientes, intentando no demostrar que le duele.
—Relaja el músculo —digo.
—Lo estoy intentando.
—Noah…
—¡Estoy relajado!
—Pareces una tabla.
—No sé cómo se siente relajarme.
Se me parte un poco el alma.
—Entonces permíteme ayudarte.
Mis manos se deslizan desde su muslo hasta justo encima de la rodilla, haciendo una ligera presión.
Él levanta la mirada bruscamente.
—¿Qué haces? —pregunta con un hilo de voz.
—Liberando la tensión muscular —respondo tranquila.
—Parece otra cosa.
—No seas malpensado.
—Tú empezaste.
—Estoy trabajando.
—Yo también estoy… sintiendo cosas.
El silencio se vuelve espeso.
Asfixiante.
Incómodo.
Lleno de… electricidad.
Siento cada milímetro de su piel bajo mis dedos.
Él siente cada movimiento mío.
El problema es que los dos lo notamos… demasiado.
—Noah, necesito que te concentres.
—Me estoy concentrando.
—No en mí.
—Entonces no te acerques tanto.
Mi respiración falla un segundo.
Me alejo apenas unos centímetros, fingiendo profesionalismo.
Pero él… él no deja de mirarme.
Con esos ojos cansados, rotos y al mismo tiempo llenos de algo que no sé si es peligro… o necesidad.
—Vamos a continuar —susurro, porque mi voz ya no me pertenece.
Después de un rato, Noah ya está sudando. No por el ejercicio.
Por contener el dolor.
Sus manos aprietan las sábanas.
Su respiración se vuelve inestable.
Está luchando contra sí mismo.
Contra su miedo.
Contra la posibilidad de fallar.
Me acerco más y pongo mi mano sobre la suya.
—Estoy aquí —digo.
Él cierra los ojos.
Y por unos instantes… no pretende ser fuerte.
—Duele —admite.
—Lo sé.
—No quiero caer.
—No te voy a dejar caer.
Sus dedos tiemblan un poco bajo mi mano.
Mi corazón late tan fuerte que estoy segura de que él puede escucharlo.
—Ariadna… —susurra, abriendo los ojos lentamente.
—¿Sí?
—Si vuelvo a quedarme inválido… si fracaso… si no sirvo para nada…
Le pongo un dedo en los labios.
Su piel se estremece.
Yo también.
—Basta —digo suave—. No vas a fracasar. Y aunque lo hicieras, aunque todo se desmoronara… yo seguiría aquí.
Él traga saliva con dificultad.
—No deberías —dice.
—Demasiado tarde.
Sus ojos brillan, no sé si por dolor físico o emocional.
Probablemente ambos.
—Eres peligrosa —murmura.
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Editado: 07.12.2025