Enamorada del hermano de mi mejor amiga

Capitulo 11

CAPÍTULO 11 — LA NOCHE EN QUE VOLVIÓ A PERDERLA

Noah

No suelo temerle a la oscuridad.
No después de haber dormido durante años en cuarteles fríos, en carpas improvisadas, en bases donde el silencio podía significar vida o muerte.
Pero esa noche… esa noche la oscuridad tenía un rostro.
El de ella.

El sueño comenzó como siempre:
Primero, una luz blanca, demasiado brillante, como el sol reflejándose en el metal caliente.
Luego, su risa.
Esa risa.
La única capaz de hacerme bajar el arma al pecho y olvidar, por segundos, que el mundo allá afuera se estaba incendiando.

—Noah, concéntrate —me decía ella, mientras intentaba enseñarme un nudo nuevo que ya había olvidado.
Yo la miraba y no recordaba ni mi nombre.

Ella era así:
Pequeña, ágil, con las manos firmes y la mirada tan intensa que uno creía que podía atravesarte hasta el alma.
Era una soldado brillante, disciplinada… pero conmigo se permitía ser suave.
Demasiado suave.

El sueño se volvió más nítido.
Estábamos en la colina, la que quedaba a unos treinta minutos del campamento.
Estaba prohibido subir allí sin autorización, pero ella y yo siempre encontrábamos la manera.
Nos sentábamos a ver el cielo.
Aunque estuviéramos rodeados de guerra, ella decía que mirar las estrellas era “recordar lo pequeño que era el miedo”.

Yo nunca le dije que mi miedo más grande era perderla.

Ella estaba riendo por algo que dije—no recuerdo qué—cuando, en el sueño, la risa se cortó como si alguien hubiera arrancado el sonido del aire.
Se puso seria.
Me miró como si quisiera memorizarme.

—Noah…
—¿Sí?
—Prométeme que no vas a dejar que esto te destruya si algún día yo…
—No terminé de escuchar.
O quizás no quise.

Porque en ese instante, la luz cambió.
El cielo tembló.
El suelo vibró bajo nosotros.

No era un sueño bonito.
Era ese día.

El día que la perdí.

Me vi a mí mismo correr.
Gritar su nombre.
El humo me quemaba los ojos, los pulmones, la piel.
El sonido era insoportable: explosiones, disparos, gritos, órdenes.
Pero lo más fuerte era mi propio corazón golpeándome las costillas como si quisiera escapar de mi cuerpo.

La encontré entre los restos de una estructura derrumbada.
Aún estaba consciente.
Aún tenía fuerzas para tomar mi mano.

Nunca olvidaré lo que dijo:

—Noah… no llores.

Pero yo estaba llorando.
Lloraba sin haberme dado cuenta.
Lloraba sin sonido, sin respirar, como si mi cuerpo supiera que el mundo se acababa allí.

—Voy a sacarte de aquí —le dije, mintiendo.
Ella lo sabía.
Yo lo sabía.
Pero necesitaba decirlo.

—Noah… escucha —susurró ella, con la voz quebrándose—. Por favor… vive.

Vive.
La palabra más pesada del universo cuando la persona a la que amas está muriendo en tus brazos.

El sueño avanzó rápido, como un latigazo.
Vi su sangre en mis manos.
Vi cómo su cuerpo perdía peso mientras la cargaba.
Vi el momento exacto en el que sus ojos dejaron de sostener los míos.

Y luego… oscuridad.
Absoluta.
Silenciosa.
Helada.

Me desperté gritando.
El grito salió desgarrado, como si me arrancaran algo desde dentro.
Me incorporé de golpe y el sudor me corría por la espalda, frío, pegajoso.
No sabía si estaba en mi habitación o en medio del campo otra vez.

Me llevé las manos a la cara, pero mis dedos temblaban tanto que ni siquiera pude limpiarme bien.
La respiración me salía en sobresaltos.
No podía inhalar profundo.
No podía exhalar sin sentir que me cortaba por dentro.

Estaba solo.
Por primera vez en días, nadie entró corriendo.
No hubo pasos apresurados, ni la voz preocupada de mi hermana, ni la presencia tranquila de Ariadna.

Solo yo.
Yo y el infierno en mi cabeza.

Golpeé la almohada.
Luego la pared.
Luego la cama.
Quería sacar el dolor, expulsarlo, aplastarlo, desaparecerlo.
Pero no se movió.
El dolor se quedó pegado a mis costillas, clavado como un acero al rojo vivo.

—¡¿Por qué te fuiste?! —grité, sin saber a quién se lo decía.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea todo!

Me levanté tambaleándome, sintiendo como si mis piernas pesaran toneladas.
El mareo me golpeó fuerte.
La habitación giraba.
O tal vez era yo.
No sabía.

Me acerqué al espejo sin querer mirarme, pero terminé haciéndolo.
Mi reflejo era un desconocido:
Ojeras profundas, ojos hinchados, respiración acelerada.
Parecía un soldado roto.
Parecía un hombre que había enterrado demasiado.

—Noah… —dije mi propio nombre, casi como un reproche.

Me apoyé con ambas manos en el lavamanos, apretando los dientes.
Mi pecho subía y bajaba como si acabara de correr kilómetros.
Pero no había corrido.
No había escapado.
Nunca escapaba.
Ni en sueños, ni despierto.

Sentí una punzada tan fuerte que tuve que cerrar los ojos.
Un recuerdo volvió sin que yo lo llamara:

La primera vez que la vi.

Era nueva.
Tenía el uniforme aún demasiado limpio, el cabello recogido con una disciplina impecable y esa mirada desafiante que no dejaba espacio para dudas.

—¿Eres Noah? —me preguntó, cruzándose de brazos.
—Depende —respondí.
Sonrió.
No con dulzura.
Con seguridad.
Como si ya supiera que un día yo sería suyo sin siquiera proponérselo.

Ese día supe que no estaba preparado.

Me dejé caer en el suelo, con la espalda contra la pared.
El frío me ayudó un poco, como si intentara apagar el incendio en mi pecho.

No sentí el tiempo pasar.
Pudieron ser minutos.
Pudieron ser horas.

La casa dormía.
Valentina.
Mamá.
Ariadna en la habitación del pasillo.

Todos vivos.
Todos respirando.
Todos ajenos al hecho de que yo acababa de perderla otra vez.




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