Ariadna
No entré a la habitación de Noah por curiosidad.
Entré porque algo no estaba bien.
La casa estaba demasiado callada.
Ese silencio espeso que no tiene nada de paz, que vibra como una advertencia.
Valentina no estaba cantando en la cocina, su mamá no se movía por la casa.
Y Noah… Noah llevaba horas sin salir.
Toqué su puerta.
—Noah —llamé.
Nada.
Volví a tocar, esta vez más fuerte.
—Voy a entrar.
Empujé la puerta sin esperar permiso.
La habitación estaba en orden.
Demasiado.
La cama hecha con precisión militar.
Las botas alineadas.
La ventana abierta, dejando entrar una luz fría.
Y Noah no estaba.
Eso fue lo primero que me aceleró el pulso.
Cerré la puerta detrás de mí y avancé con cuidado, como si el cuarto pudiera explotar en cualquier momento.
Había aprendido a leerlo: cuando Noah ordenaba así, no era calma… era control.
Respiré hondo y fui hacia la mesa de noche.
Buscaba cualquier señal de él: pastillas, muletas, algo fuera de lugar.
Y entonces la vi.
La foto.
No estaba escondida.
No estaba guardada.
Estaba ahí, apoyada contra la pared, como un desafío.
Mi corazón dio un golpe seco.
La reconocí antes de acercarme.
El uniforme.
La sonrisa.
La postura relajada.
Mi hermano.
Tragué saliva y la tomé, sintiendo un latigazo directo al pecho.
Él estaba ahí, vivo, joven, arrogante como siempre.
Un brazo sobre los hombros de Noah, que también sonreía, pero distinto: más suelto, más libre.
Nunca los había visto así juntos.
Sentí rabia antes que tristeza.
Rabia pura.
Rabia porque esa versión de mi hermano no existía ya.
Rabia porque esa foto no estaba en mi casa, sino en la de Noah.
Rabia porque yo no había estado ahí.
—Mierda… —susurré, apretando la foto con fuerza.
Escuché pasos detrás de mí.
Rápidos.
Firmes.
No tuve tiempo de girarme.
—¿Qué haces?
La voz de Noah no estaba rota.
No estaba temblorosa.
Estaba dura.
Fría.
Afilada.
Me giré despacio.
Él estaba apoyado en el marco de la puerta, sin muletas, sosteniéndose apenas con una mano.
Su mandíbula estaba tensa, los ojos oscuros, la expresión cerrada.
No parecía un hombre destrozado.
Parecía un hombre conteniéndose.
—No sabía que estaba ahí —respondí.
—No es para que la veas.
—Es mi hermano.
—Es mi recuerdo.
El choque fue directo.
—¿Desde cuándo? —pregunté, levantando la foto— ¿Desde cuándo guardas esto aquí?
Noah avanzó un paso.
—Desde siempre.
—¿Siempre qué? —mi voz subió— ¿Siempre que decidiste cargar con cosas que no te pertenecen?
Sus ojos se endurecieron.
—Cuidado, Ariadna.
—¿Cuidado con qué? —di un paso hacia él— ¿Con decir que no era tu derecho quedarte con esto?
—Él me la dio.
La frase cayó como un disparo.
—¿Qué?
—Tu hermano —repitió Noah, sin apartar la mirada—. Me dio esa foto antes de la misión.
El aire se me fue de los pulmones.
—Eso no es verdad.
—Lo es.
—¿Por qué no me la dio a mí?
—Porque tú no estabas ahí.
Dolió.
Pero no como una herida abierta.
Dolió como un golpe seco en las costillas.
—¿Y qué se supone que hiciera con esto? —pregunté, temblando de rabia— ¿Guardarlo como si fuera tuyo?
Noah apretó los puños.
—No lo guardo como si fuera mío.
—Entonces ¿cómo?
—Como lo único que me recuerda que alguna vez hice algo bien.
La frase me atravesó.
—Noah…
—Él confiaba en mí —continuó—. No como soldado. Como persona.
—¿Y eso te da derecho a cargar con él sin decirme nada?
—¿Y tú qué ibas a hacer? —disparó— ¿Romperte cada vez que la vieras?
Me quedé helada.
—Eso no te corresponde decidirlo.
—No —respondió él, más bajo—. Pero alguien tenía que aguantar.
El silencio vibró entre nosotros.
Miré la foto otra vez.
El gesto de mi hermano.
Su risa.
Ese maldito hoyuelo que siempre me molestaba.
—Él estaba feliz ahí —dije—. Y yo no estaba.
—Pero hablaba de ti todo el tiempo —dijo Noah, rápido—. Todo el maldito tiempo.
Levanté la mirada.
—¿Qué?
—Decía que eras más fuerte de lo que creías. Que ibas a salvar vidas. Que si él no volvía… tú ibas a vivir por los dos.
El nudo en mi garganta fue inmediato.
—¿Y tú? —pregunté— ¿Qué decías tú?
Noah me sostuvo la mirada.
—Que no quería perder a nadie más.
El pulso me golpeó en los oídos.
—Entonces ¿por eso me tratas como si te molestara que esté aquí? —pregunté— ¿Por eso siempre estás a la defensiva conmigo?
—Porque cuando entras en esta habitación —dijo, acercándose un poco más—, me recuerdas que sobreviví cuando no debía.
—Eso no es culpa mía.
—Lo sé.
—Entonces deja de castigarme.
Él respiró hondo.
Se notaba el esfuerzo por no explotar.
—Devuélvela —dijo, extendiendo la mano.
Miré la foto.
Luego a él.
—No —respondí.
Sus cejas se fruncieron.
—¿Qué?
—No voy a devolvértela como si nada.
—Ariadna…
—Es mi hermano —dije, con la voz firme—. Y no voy a pedir permiso para sentirlo.
Por un segundo pensé que iba a gritar.
Pero no lo hizo.
Bajó la mano lentamente.
—Entonces mírala bien —dijo—. Mírala y dime si crees que él querría que nos rompiéramos por esto.
Mis ojos se llenaron, pero no lloré.
—Él querría que dejaras de cargar con todo solo —respondí—. Y que dejaras de pelear conmigo como si fuera el enemigo.
Noah me sostuvo la mirada.
Largo.
Intenso.
—Tal vez —dijo—. Pero no sé hacer las cosas de otra forma.
Le devolví la foto.
No con cuidado.
Con decisión.
#705 en Novela contemporánea
#2421 en Novela romántica
#dolor #oculto #corazon, #dolor#perdida #sufrimiento, #dolor#militar
Editado: 16.12.2025