Noah
Dormí poco después de que Ariadna salió de mi habitación con los ojos rojos y la respiración temblorosa.
No sé por cuánto tiempo me quedé sentado en el suelo mirando la foto de su hermano, dejando que cada recuerdo me mordiera por dentro como si fueran dientes.
El amanecer llegó sin permiso, metiéndose por la ventana y obligándome a enfrentar otro día donde tenía que cargar mi propio cuerpo, mis propios fantasmas.
Me levanté tarde.
O más bien… dejé de intentar fingir que seguía dormido.
Había demasiado silencio.
Demasiada calma falsa.
Esa calma que no corresponde a esta casa, donde normalmente Valentina canturrea en la cocina y mamá anda regañando a todo el mundo por dejar tazas tiradas.
A mí nunca me regaña.
Supongo que teme que me rompa.
Caminé como pude hacia el baño, arrastrando la pierna mala.
Cada paso era una puñalada.
No solo física.
Mental.
Emocional.
Cada paso me recordaba que ya no soy quien era.
Me lavé la cara con agua fría, intentando borrar el cansancio, la hinchazón, los rastros de la noche anterior.
Pero no importa cuánta agua me echara: seguía viéndome igual.
Roto.
Cuando abrí la puerta del baño para volver a mi habitación, la vi.
Ariadna estaba apoyada en el pasillo, con una carpeta bajo el brazo, el cabello recogido en un moño apurado y la mirada puesta en mí como si pudiera ver cada grieta que llevo dentro.
Se me tensó el estómago.
—Buenos días —dijo, pero su voz sonó suave. Casi frágil.
—¿Estás aquí para gritarme o para tratar de arreglarme? —respondí.
Qué estupidez.
Qué manera tan imbécil de comenzar algo que ya venía cargado de demasiadas emociones.
Ella no reaccionó.
Ni un gesto.
Ni una ceja arqueada.
Nada.
—Estoy aquí para lo que necesites —respondió, y eso fue peor que si me hubiera insultado.
Porque esa chica, la que ayer sostenía mis manos mientras yo lloraba por su hermano… no debería tratarme con cuidado.
Eso me asusta.
Me asusta demasiado.
Pasó por mi lado y entró a mi habitación como si fuese lo más normal del mundo.
Preparó las cosas de terapia sin mirarme.
Yo la observé.
Cada movimiento.
Cada respiración.
La foto ya no estaba sobre la mesa.
La había guardado.
Pero sabía exactamente dónde estaba, clavándoseme en el pecho.
Me senté en la cama, fingiendo estabilidad que no tenía.
—¿Cómo dormiste? —preguntó.
—Bien —mentí.
Ella me lanzó una mirada rápida, de esas que dicen “no te creo, pero no lo discutiré ahora”.
Se arrodilló para revisar mis tobillos, como siempre.
Pero esta vez, cuando sus manos tocaron mi piel, el contacto fue distinto.
Más cuidadoso.
Más… humano.
Y eso me desarmó.
—Vamos a intentar los movimientos laterales hoy —anunció.
—No estoy de humor.
—Nunca lo estás —respondió sin levantar la mirada.
La rabia me picó bajo la piel.
La rabia siempre está lista, como un perro encadenado.
Pero hoy… hoy algo la mantenía más cerca de la superficie.
—Ariadna —dije, con el pecho apretado—, no quiero hacer esto.
—No se trata de lo que quieres, Noah.
—No entiendes.
—Entonces explícamelo —respondió, finalmente mirándome.
Y ahí empezó todo.
Algo en mi interior cedió.
No sé si fueron sus ojos cansados, o la forma en que dijo “explícamelo” como si realmente quisiera escucharme.
Mi voz salió más baja de lo que pretendía.
—Anoche soñé con ella.
Su rostro se suavizó, pero no me interrumpió.
Solo esperó.
Eso me jodió aún más.
—La vi morir otra vez —continué—. Y la sentí tan cerca que… por un momento pensé que aún estaba viva.
Ariadna tragó.
No dijo nada.
Yo seguí.
—Y cuando desperté, no podía respirar.
—Noah…
—No terminé —la corté, no con enojo, sino con miedo.
Con miedo a que si me detenía, nunca más hablaría de esto.
Ella guardó silencio.
—No podía moverme —confesé—. Y lo único que veía era su sangre. Su mano soltándose. Su… su voz pidiéndome que viviera mientras ella… —mi voz se quebró, y respiré tan hondo que dolió— mientras ella moría.
Mis ojos ardían.
No quería llorar.
No frente a ella.
No otra vez.
—Y cuando desperté, lo único que tenía era esa foto.
La foto de tu hermano.
Ariadna cerró los ojos, una grieta de dolor marcándole la frente.
—No la toqué por curiosidad —dijo—. No la tomé por falta de respeto.
—Lo sé —susurré.
—La tomé porque… porque verlo ahí, contigo, fue como verlo vivo otra vez.
Eso me golpeó de lleno.
Ella siguió:
—Yo también lo extraño. Cada día. Cada segundo.
—No debería cargar contigo lo que siento por él —dije.
—Sí deberías —respondió ella con voz firme—. Porque tú lo viviste conmigo. Porque lo amaste a tu manera. Porque fuiste su hermano en todo lo que importaba.
Tragué saliva.
Un nudo gigantesco.
—Yo… —me interrumpí.
Algo me ardía por dentro.
Algo que llevaba meses enterrado.
Ella dio un paso más hacia mí.
Se sentó a mi lado en la cama.
Sus rodillas rozaron las mías.
Y con la voz más suave que le había escuchado en toda mi vida, dijo:
—Noah, puedes hablar conmigo.
La miré.
De verdad la miré.
Y lo dije.
Lo que nunca dije a nadie.
Lo que llevaba masticando desde que regresé vivo cuando otros no.
—No quería que te pasara nada.
Ella se quedó inmóvil.
Yo seguí, porque una vez que lo dije, todo salió a empujones:
—NO quería que te pasara nada, Ariadna.
Ni allá.
Ni aquí.
Ni nunca.
Ella inhaló con fuerza, desconcertada.
—¿De qué hablas? —susurró.
—De que mientras estábamos en el batallón —respondí, sintiendo cómo mi pecho ardía— tu hermano me hacía prometer que si algún día te veía, te cuidaría. Que no dejara que te metieras en… en todo esto.
—¿Todo esto?
—En el ejército.
En el campo.
En la guerra.
En el dolor que te quita piezas que nunca recuperas.
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Editado: 16.12.2025