Ariadna
No fue una decisión impulsiva.
Fue una que llevaba días creciendo dentro de mí, como una presión constante en el pecho que ya no me dejaba respirar.
Terminar con Daniel no era una opción cómoda.
Era necesaria.
Lo llamé esa misma noche.
—Tenemos que hablar —le dije, sin rodeos.
—¿Ahora? —preguntó—. Suenas… rara.
—Ahora —repetí—. En persona.
Hubo un silencio corto.
—Voy para allá.
Colgué con las manos temblando. Me senté en el borde de la cama, respirando hondo, como si me preparara para una cirugía sin anestesia. No lloré. Todavía no. Estaba demasiado concentrada en mantenerme firme.
Cuando Daniel llegó, su expresión era tensa. No sonreía. No preguntó cómo estaba. Entró directo a la sala y se quedó de pie, como si no quisiera acomodarse en una conversación que ya sospechaba incómoda.
—Dime —dijo—. ¿Qué pasa?
Me levanté y me puse frente a él. A una distancia segura. Instintiva.
—Esto no está funcionando —empecé.
Su ceño se frunció.
—¿Qué cosa?
—Nosotros.
Soltó una risa breve, incrédula.
—¿Es una broma?
—No.
—Ariadna, si esto es por lo que viste hoy, por Noah…
—No lo metas —lo interrumpí—. Esto es por mí. Por lo que siento. Por lo que ya no puedo seguir fingiendo.
Sus ojos se endurecieron.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un tiempo —admití—. He intentado ignorarlo, acomodarlo, justificarlo. Pero ya no es justo para ninguno de los dos.
—¿No es justo? —repitió—. ¿Eso es todo lo que tienes?
—Daniel, mereces a alguien que esté aquí contigo al cien por ciento. Y yo no lo estoy.
El silencio se volvió espeso.
—Dime la verdad —dijo, acercándose un paso—. ¿Hay alguien más?
Respiré hondo.
—Sí.
La palabra cayó como una bofetada.
—¿Quién? —exigió.
—No importa.
—¡Claro que importa! —alzando la voz—. ¿Quién es?
—No voy a darte nombres —respondí, firme—. No cambia nada.
—¿Desde cuándo me mientes? —preguntó—. ¿Desde cuándo te burlas de mí?
—No me he burlado de ti.
—¡Has dormido en esa casa! —gritó—. ¡Con él ahí!
—¡Basta! —levanté la voz por primera vez—. No me hables así.
Golpeó la mesa con la mano abierta. El ruido me hizo sobresaltar.
—¿Así cómo? ¿Como un imbécil al que le vieron la cara?
—Como alguien que está cruzando un límite —dije, retrocediendo medio paso—. Baja la voz.
—No me digas qué hacer.
Sentí el miedo subir, rápido y frío. No era la primera vez que Daniel se enojaba, pero nunca lo había visto así. Su respiración estaba acelerada. Sus manos temblaban.
—Esto se termina aquí —dije—. Te lo estoy diciendo con calma. No quiero discutir.
—¿Y crees que puedes decidirlo sola? —se burló—. ¿Crees que puedes romperme y ya?
—No te estoy rompiendo —respondí—. Estoy siendo honesta.
—No —negó—. Estás eligiéndolo a él.
—Estoy eligiéndome a mí.
Eso fue lo que lo detonó.
Agarró una silla y la empujó con fuerza contra la pared. No me tocó. No se acercó más. Pero el mensaje fue claro. El control se le había ido de las manos.
—Mírame cuando te hablo —gruñó.
—No —respondí—. Esto se acabó.
—¿Vas a irte con él? —preguntó—. ¿Eso es lo que quieres?
—No te debo explicaciones.
—¡Claro que sí! —gritó—. ¡Después de todo lo que hice por ti!
—El amor no se cobra —dije, con la voz temblando pero firme—. Y no se impone.
Se acercó de nuevo. Yo levanté la mano, marcando distancia.
—No des un paso más —advertí—. No así.
Me miró. De verdad me miró. Y por un segundo vi algo que me dio escalofríos: no dolor, no tristeza… posesión.
—Te vas a arrepentir —dijo—. Cuando él te deje, cuando te rompa, vas a volver.
—No —respondí—. Porque esto que estás haciendo ahora mismo… es la razón por la que me voy.
El silencio fue brutal.
Respiró hondo, varias veces. Parecía debatirse entre gritar de nuevo o irse. Finalmente, agarró su chaqueta.
—No vuelvas a buscarme —dijo—. Nunca.
—No pensaba hacerlo.
Se fue dando un portazo que hizo vibrar las ventanas.
Me quedé de pie, con el corazón desbocado, las manos frías y una certeza dolorosa: había hecho lo correcto, aunque doliera como si me arrancaran algo del pecho.
Me senté en el suelo y lloré.
No por él.
Por lo que había tolerado.
Por lo que había callado.
Más tarde, salí al patio para tomar aire.
Y ahí estaba Noah.
No entrenando.
No huyendo.
Sentado en el escalón, con la mirada perdida.
—Lo escuché —dijo sin mirarme.
Me quedé quieta.
—No fue bonito —añadió.
—No —respondí.
—¿Estás bien?
Negué con la cabeza.
Se levantó despacio y se acercó, manteniendo distancia. Respetándola.
—No tienes que explicarme nada —dijo—. Solo quería saber si estabas a salvo.
Asentí.
—Gracias.
Nos quedamos en silencio.
—Ariadna… —empezó—. Si esto fue por mí—
—No —lo interrumpí—. Fue por mí. Y por no seguir donde ya no estaba.
Me miró, serio. Profundo.
—Eso no te obliga a nada conmigo.
—Lo sé.
El aire entre nosotros cambió. No había euforia. No había victoria.
Solo verdad.
—Voy a entrar —dije—. Estoy cansada.
—Descansa —respondió.
Cuando me di la vuelta, su voz me detuvo.
—Me alegra que hayas elegido cuidarte —dijo—. Aunque no sea conmigo.
Sentí las lágrimas volver.
—No lo sé aún —respondí—. Pero hoy… necesitaba empezar por ahí.
Entré a la casa con el cuerpo temblando, pero la espalda recta.
Había terminado una historia.
Y aunque no sabía cómo iba a empezar la siguiente,
por primera vez en mucho tiempo,
no me sentí atrapada.
#705 en Novela contemporánea
#2421 en Novela romántica
#dolor #oculto #corazon, #dolor#perdida #sufrimiento, #dolor#militar
Editado: 16.12.2025