Enamorada del hermano de mi mejor amiga

Capitulo 19

CAPÍTULO 19 — LO QUE YA NO PUDIMOS CALLAR

Ariadna

Después de terminar con Daniel, no sentí alivio inmediato.
Sentí vacío.

Un silencio interno tan grande que me asustó más que cualquier grito. Me duché con agua fría, me puse ropa cómoda y me metí en la cama sin realmente acostarme. Me quedé sentada, abrazándome las piernas, mirando la pared como si en ella estuviera escrita alguna respuesta que todavía no podía leer.

No lloré más.
Ya no quedaban lágrimas fáciles.

Escuché pasos en el pasillo cerca de la medianoche.
Lentos. Medidos.

Los reconocí antes de que tocaran la puerta.

—Ari —dijo Noah, desde el otro lado—. ¿Puedo pasar?

Cerré los ojos.

—Sí.

Entró despacio, como si temiera romper algo. Traía una sudadera puesta, el cabello húmedo, la expresión cansada. No la dureza de antes. No la distancia.

Algo más honesto.

—Valentina está dormida —dijo—. Mamá también.

Asentí.

—¿Cómo estás? —preguntó.

Solté una risa breve, sin humor.

—No lo sé.

Se quedó de pie, sin saber si acercarse o no.

—Escuché… —empezó—. Todo.

—No era lo que quería que escucharas.

—No —admitió—. Pero era lo que necesitabas decir.

El silencio volvió a instalarse.
Uno distinto.
Más crudo.

—No vine a pedirte nada —dijo—. Ni a reclamar. Solo… no quería que te quedaras sola después de eso.

—Gracias.

Mis manos temblaban.

—Ariadna —continuó—. Si hoy te sentiste obligada a terminar con él por mí, quiero que sepas—

—No —lo interrumpí—. No fue por ti.

Levantó la mirada.

—Fue porque ya no podía seguir traicionándome —seguí—. Porque estaba en una relación donde empezaba a tener miedo de decir lo que sentía. Y eso… eso no soy yo.

Se sentó en la silla frente a la cama.

—Te gritó —dijo, con la voz baja—. Golpeó cosas.

—Sí.

Sus manos se cerraron en puños.

—Eso no está bien.

—Lo sé —respondí—. Y por eso terminó.

Se quedó callado un momento.

—Me alegra que hayas salido de ahí —dijo finalmente—. De verdad.

—No sé qué viene ahora —admití—. Solo sé que hoy dolió… pero también se sintió necesario.

Me miró con una intensidad que me obligó a bajar la vista.

—Ari… —dijo—. Yo me alejé porque pensé que era lo correcto.

—Lo sé.

—Pero verte pasar por eso —continuó—. Saber que estabas cargando con todo sola… me hizo darme cuenta de algo.

Levanté la mirada.

—¿Qué cosa?

—Que no siempre alejarse es cuidar.

Mi pecho se apretó.

—Noah… —susurré.

—No vine a decirte “ahora sí” —aclaró—. Ni a aprovechar nada. Vine a decirte la verdad.

Se levantó lentamente y se acercó un poco más. No invadió mi espacio. Solo lo redujo.

—Desde que entraste a mi vida otra vez —dijo—, todo se volvió más difícil… y más real. Me recuerdas lo que perdí, sí. Pero también lo que todavía puedo sentir.

Las lágrimas regresaron sin pedir permiso.

—Eso me asusta —admití.

—A mí también.

Se quedó frente a mí, respirando hondo.

—Yo no soy un lugar seguro ahora mismo —dijo—. Estoy roto en partes que ni siquiera entiendo. Tengo rabia, culpa, miedo… y días en los que apenas puedo levantarme sin pensar en los que ya no están.

—No necesito que seas perfecto —respondí—. Necesito que seas honesto.

Sus ojos se humedecieron.

—Entonces escucha esto —dijo—. Me importas. Mucho más de lo que debería. Mucho más de lo que planeé.

Mi voz salió temblorosa.

—Tú también me importas. Y me duele cuando te alejas como si yo fuera un error.

—Nunca fuiste un error —respondió—. Fuiste una tentación… y una verdad que no sabía si podía sostener.

Me levanté de la cama.

—No quiero que esto sea un reemplazo —dije—. Ni una huida. Ni una herida mal cerrada.

—Yo tampoco.

—No quiero promesas —continué—. Ni decisiones impulsivas.

—Entonces no las tomemos hoy.

Nos miramos.
Cerca.
Demasiado.

—Pero tampoco quiero seguir fingiendo que no sentimos nada —añadí.

Noah cerró los ojos un segundo.

—Eso ya no puedo hacerlo.

El aire se volvió espeso otra vez.
Pero no peligroso.
Honesto.

—Quédate —dije de pronto—. Solo… quédate aquí un rato. No como nada más.

Abrió los ojos.

—¿Estás segura?

—Sí.

Se sentó a mi lado en la cama, dejando un espacio respetuoso entre los dos. Nuestros hombros casi se tocaban.

—Gracias por no romperte —dijo—. Y por no usarme como excusa.

—Gracias por volver —respondí—. Aunque no sepamos qué sigue.

Nos quedamos así.
Sin besos.
Sin promesas.

Solo dos personas cansadas, heridas, respirando el mismo silencio.

Y por primera vez desde que todo empezó,
no sentí culpa.
No sentí miedo.

Sentí que, aunque el camino fuera difícil,
ya no estaba caminándolo sola.




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